¿Ilegalizamos los partidos separatistas?

Con la crisis catalana del 1-O parece abrirse paso en España, bien que con cierta timidez y como a regañadientes, un debate completamente inédito, y creemos muy necesario, acerca de la ilegalización (o no) de los partidos políticos separatistas. Las recientes declaraciones en este sentido de Pablo Casado -que la prensa se empeña en presentar como enfant terrible del PP enfrentado al establishment de su partido (y que nosotros no pensamos que sea para tanto)- devuelven el debate a primera página, aunque, es verdad, que con muchas resistencias en contra.

Los llamados “consensos” de la Transición, en su momento, inmunizaron a unas “asociaciones políticas” que, a pesar de su naturaleza separatista (explicitada formalmente en sus programas), han gozado no ya solo de tolerancia y protección sino, incluso, de prestigio en cuanto que sirvieron para muchos de prueba de “madurez” -esta fue su coartada- para la joven Democracia española.

De este modo, bajo el dogma, de manga ancha, de que “en democracia todo es defendible”, los grupos separatistas se han infiltrado en las instituciones democráticas españolas, y han conseguido inocular, sin obstáculo, su ideología en el propio ordenamiento jurídico (Estatutos, leyes de normalización lingüística, conciertos económicos, etc). Es más, el mismo Estado de las Autonomías es, en buena medida, una concesión, que llega al plano constitucional (art. 2, y el Título VIII), en favor del nacionalismo separatista para, buscando su “encaje” o acomodación, rebajar sus aspiraciones.

El resultado, ya que estas aspiraciones separatistas no han cesado ni un milímetro, es que las instituciones autonómicas se han convertido, como pone en evidencia el llamado procés, en mecanismos que el separatismo utiliza sistemáticamente para hacer palanca, y consumar así sus fines fraccionarios, disolventes de la nación española.

Porque, en efecto, se da el caso, singular en España, de la existencia de formaciones políticas que, con asiento en las Cortes (Congreso y Senado), ejercen la representación de una soberanía nacional, la española, cuya legitimidad, sin embargo, estas mismas formaciones no reconocen. Es más, ni siquiera reconocen la propia existencia de la soberanía nacional española aunque, como el resto de formaciones políticas, atendiendo al art. 6 de la CE, la representen.

Este fenómeno contradictorio, absurdo (grupos separatistas que representan una “voluntad popular” cuya integridad buscan destruir), solo es sostenible bajo la ficción jurídica de considerar a esas formaciones como “partidos políticos”, cuando por su naturaleza separatista, ni lo son ni pueden serlo (serán más bien “grupos de interés” o “de presión”, o incluso “bandas facciosas”, pero no partidos políticos). El hecho es que, y por decirlo de una vez, existen diputados en las Cortes (Congreso y Senado) que, a través de los programas de los “partidos” que les han llevado hasta ahí, están atentando formal, deliberada y permanentemente contra la soberanía nacional al pretender su división o fragmentación.

La llamada constitucionalización de los partidos políticos es un fenómeno reciente que ha venido produciéndose con posterioridad a la II Guerra Mundial -y no antes- en los países europeos occidentales. En España, el derecho de asociación política, es decir, de poder formar partidos políticos (prohibido durante el franquismo), va a quedar regulado por la Ley de 14 de junio de 1976, en la que se afirma, respecto a la licitud de sus fines, que “las asociaciones políticas deben contribuir democráticamente a la determinación de la política nacional, así como a la formación de la voluntad política de los ciudadanos y, por último, a promover su participación en las instituciones de carácter político”.

Esta idea, el partido político como manifestación de una parte de la voluntad popular (en donde reside la soberanía), se consagrará por fin en España a través de ese artículo 6 de la Constitución del 78, y su ulterior desarrollo jurídico (Ley 54/1978 de Partidos políticos y Ley orgánica 6/2002, de Partidos políticos, además de otras disposiciones legales relacionadas como la Ley electoral, etc).

La cuestión es que en esa ley del año 76, aprobada por el Gobierno de Suárez de cara a las elecciones del 77, se preveía la posibilidad de la suspensión de tales asociaciones políticas si estas desarrollaban actividades que persiguieran fines “ilícitos”. En este sentido, el Código penal de 1973 contemplaba como “asociaciones ilícitas”, en el artículo 172, aquellas que tuvieran por objeto -entre otros fines-, “el ataque por cualquier medio a la soberanía, a la unidad e independencia de la patria, a la integridad de su territorio o a la seguridad nacional”.

En las sucesivas reformas del Código Penal (Ley orgánica 4/1980, y Ley orgánica 8/1983) se retiran estos supuestos, y dichos fines (ataque a la soberanía, a la independencia, a la unidad ni a la integridad territorial) dejan de ser considerados como fines ilícitos. En el Código penal actual, el de 1995 (código Belloch), estos supuestos quedan ya definitivamente descartados como fines ilícitos (la tipificación de los supuestos delictivos para considerar una asociación como ilícita aparece ahora en el art. 515, y lo hace sin sufrir ninguna variación respecto al artículo 172 del código anterior).

En definitiva, la necesidad del respeto a la soberanía, a la unidad, a la independencia, a la integridad y a la seguridad de la Nación, que se contemplaba todavía en la ley 21/1976 como condición para la conformación de “asociaciones políticas”, fue, sotto voce, retirada del Código penal, dando así vía libre, a través de estas discretas reformas, a que los grupos separatistas campen a sus anchas sin que se les pueda declarar “asociaciones ilícitas”. Dicho rápidamente: la amenaza contra la soberanía nacional se ha despenalizado, lo que ha permitido que bandas facciosas y sediciosas queden dignificadas como “partidos políticos” cuando ni lo son, ni pueden serlo.

Quien defiende la licitud de estas formaciones suele argumentar que no se debe promover su disolución, sino que se les debe dejar actuar “mientras no atenten contra la Constitución”: no hay que castigar la “idea” separatista (“el pensamiento no delinque”), pero sí su “acción” delictiva (y ya no digamos criminal). Una distinción entre “idea” y “acción” que se recoge también tal cual en el ordenamiento jurídico, y que da oxígeno a la acción institucional separatista. (Así lo hace la ley de Partidos del año 2002, de mira muy corta, pensada fundamentalmente para ilegalizar -por terrorista no por separatista- a Batasuna y sus distintas marcas blancas).

Ahora bien, ¿es que acaso un programa como el que gira en torno a estos grupos abiertamente separatistas, con un plan de acción, beligerante, que está orientado formalmente a la descomposición del Estado –atentando contra su integridad territorial, y por tanto, contra la soberanía nacional española-, no es ya en sí mismo una amenaza?, ¿y es que acaso una amenaza, no es una “acción”?, ¿es que amenazar no es actuar? En otros contextos, la mera amenaza, como no puede ser de otra manera, por ejemplo la amenaza de muerte, sí está contemplada ya como delito (art. 169-171 del Código penal), aunque tal amenaza después no se llegue a consumar (y se haya quedado en mera “idea”).

Pues bien, amparado bajo este manto jurídico ad hoc, el separatismo, es decir, estos grupos sediciosos que persiguen la descomposición de la nación, llevan años infiltrados en las instituciones realizando esa labor de zapa, de erosión institucional (en plenos municipales, autonómicos; en organismo administrativos, en escuelas, en hospitales, etc), utilizando al Estado autonómico como mecanismo para buscar la ruina del propio Estado que, absurdamente, les da cobijo. Parlamentos regionales, gobiernos regionales, etc. son instrumentos institucionales, muy poderosos, que permiten a estos grupos, una vez despenalizados sus fines separatistas, actuar a sus anchas para destruir el Estado.

En definitiva, cuando existen asociaciones políticas cuya única razón de ser (y así se pone formalmente de manifiesto en los programas de PdCAT, ERC, PNV, CUP, Bildu, BNG, etc.) es la de atentar contra el interés común y procurar la fragmentación y disolución de la Nación, entonces no se les puede llamar partidos políticos sin más, sino, más bien, grupos de presión sediciosos de naturaleza separatista, grupos cuya mera existencia es una amenaza en toda regla para el bien común.

En este punto, la disyuntiva entre estas facciones y el Estado es una disyuntiva fuerte, y sería bueno que, como españoles, lo entendiésemos lo antes posible: o triunfa el Estado, o triunfa la sedición (tercero excluido). O el Estado manda a la ilegalidad a esas facciones, o será el Estado el que desaparezca. César o nada.

Pedro Insua es profesor de Filosofía y autor de los libros 'Hermes Católico' y 'Guerra y Paz en el Quijote'.

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