Ilusiones y lamentos

Tengo como lema que «uno envejece cuando sustituye las ilusiones por los lamentos». Y lo creo profundamente puesto que si en nuestra vida no tenemos ilusiones caminamos hacia el vacío. Deja de interesarnos de verdad la vida. Y hablo de la ilusión como estado de ánimo de la persona que espera o desea que suceda una cosa grata. Se entiende aún mejor cuando se dice que una persona «no tiene ilusión por nada». Como bien decía Goethe, una vida inactiva es una muerte prematura. Siempre que ha venido a cuento en mis intervenciones orales he repetido que «siempre debemos tener algo que hacer, algo que desear y algo que amar». Son unas motivaciones vitales de primer orden. Y sin duda alguna tienen una repercusión en la duración de la vida y en la calidad de la misma. Esa posición anímica de que sólo esperemos de cada día el que llegue mañana es mortal. Como explica muy bien el profesor Rojas en su extraordinario libro «La Ilusión de Vivir», sin ilusiones morimos.

Ilusiones y lamentosEs cierto que cuando tenemos problemas económicos, emocionales, familiares o de salud, es difícil estar con el ánimo alto. Pero es que precisamente por eso hace falta tener ilusiones que nos hagan superar esas situaciones de agobio, tristeza o desesperanza.

Es el mejor antídoto el pensar en algo que nos levante el ánimo, nos motive, nos consuele y en definitiva, en algo que nos ilusione. En contra de lo que decía André Gide, la vida no es una pasión inútil. Es una pasión creativa y creadora, animosa y animada, ilusionante e ilusionada, pero siempre con el espíritu vivo empujando hacia lo que aún tenemos que hacer de modo positivo. Y cuando sea el dolor físico, la enfermedad, la que nos atenaza, hay que buscar el alivio espiritual dentro de las creencias de cada uno.

La vida es finita, desde luego, pero el milagro se produce cuando dejamos el mero «existir» y pasamos al profundo «vivir». Y así como la «existencia» se puede terminar antes del fin de nuestro paso por la tierra, la «vida» podemos mantenerla viva hasta el último instante. Y esa vida, desde los inicios de la misma, se compone de proyectos, deseos, afanes e ilusiones. Desde nuestra infancia tenemos por delante abierto el libro de nuestra vida que la podemos escribir con ánimo o con pereza. Todo es cuestión de ilusionarse. Cuál va a ser mi vida profesional, el tener una familia, el ver crecer a tus hijos y nietos, los amigos, los viajes, los buenos ratos de cada día y tantas y tantas cosas que nos deben empujar hacia adelante. Hay que enfocar todo lo que hacemos con las tres «es»: empatía, energía y entusiasmo. Y lo bueno, además, es que resulta gratis. Es todo labor del espíritu y de la cabeza. Decía un buen amigo que consuela mucho pensar que «nunca pasa nada, y si pasa, no importa, y si importa, qué pasa».

Hay una parcela en nuestra vida de gran importancia, y es nuestro trabajo, nuestra profesión. Obviamente, el que desgraciadamente está en el paro tiene una problemática distinta en la que no voy a entrar. El trabajo tiene un primer componente esencial para ser feliz y es que nos guste. Y para ello, aparte de otras circunstancias, es muy importante nuestra disposición anímica. Todo puede gustar si nos empeñamos en ello y profundizamos en el sentido de lo que hacemos. Como anécdota, siempre me acuerdo de un amigo en Pamplona que trabajaba de taquígrafo y ¡le entusiasmaba! Me impactó mucho, y comprendí que lo sentía porque dominaba el asunto. Lo que no conoces no puede gustarte.

También resulta muy positivo el pensar cuando trabajamos en que vendrá el tiempo no laborable, de descanso, de hacer cosas distintas, de gozar de tiempo libre. Como dice Ortega y Gasset, hay una vida laboriosa y otra felicitaria. Y es llamativo que cuando trabajamos decimos que estamos «ocupados»; es decir, no disfrutamos de libertad. Esta solo viene cuando nos gusta lo que hacemos, y porque nos da la gana. Pero aun siendo cierto, hay muchos casos en los que se es feliz trabajando y eso depende de nuestro estado de ánimo, de nuestra ilusión en hacer cosas, en hacerlas bien, en cumplir nuestro deber.

Otros capítulos importantes en nuestra vida son la familia, los amigos, los viajes. Todo ello es el contrapunto de la vida laboriosa. Es la vida felicitaria. Pero lo es si uno lo cultiva y lo adereza con la ilusión. La familia bien estructurada –lo cual hay que trabajarlo– es una fuente de alegría y satisfacción que nos debe llenar la vida. Los amigos son parte primordial de nuestra existencia, son una importante razón de vivir. Como dice mi amigo Rodríguez Burdalo, «qué es el tiempo? Es un algo que pasa en la vida, que pasa deprisa, que se lleva cosas, afectos, personas, como un río aguas abajo. Y en esa orfandad y desnudez sólo nos quedan nuestros recuerdos y nuestros amigos». Y con ellos hay que practicar el dar sin recordar y el recibir sin olvidar.

En el reverso de la ilusión está el lamento. El lamento es un no vivir. Es una impotencia, un rendirse ante la vida. Es estéril y paralizante. Por eso hay que huir de él como de la peste y buscar el agua fresca de la ilusión.

Aunque el tema excede de este artículo, hay que mencionar la importancia de la ilusión en nuestra vida en común. La ilusión de hacer algo colectivamente. El entusiasmo, el orgullo de nuestra tierra. De sus valores, de su historia, de sus hazañas históricas. Es algo que depende en gran medida de los gobernantes, que deben transmitirnos algo más animoso que el mero cumplimiento de la Ley. Que no sea solo el fútbol y la selección nacional la que nos lleve al legítimo orgullo de ser españoles. Si algo podemos aprender del nacionalismo excluyente y rupturista –el principal escollo de nuestra convivencia e identidad– es que han sabido inocular a sus seguidores una visión ilusionante de sus propósitos, de su tierra, de sus razones. Los han galvanizado. Hasta el punto de hacerles muy poco permeables a otros razonamientos. De ahí la dificultad de convencerles de su sinrazón. Pues eso mismo es lo que debe estructurar a todos los españoles. Su orgullo de serlo, el apego a su historia. Su ánimo de trabajar para hacerla más grande, más próspera y más plena de valores. Para lograr esa ilusión colectiva es fundamental el impulso de los gobernantes que han de poner metas y fomentar la ilusión de conseguirlas. Los que gobiernan nos tienen que dar bienestar material, pero también proyectos comunes ilusionantes con métodos y modos democráticos y no dictatoriales, como ocurrió en los albores de la II Guerra Mundial.

Los líderes deben galvanizar a los ciudadanos, ilusionarlos y empujarlos a conseguir metas que vayan más allá del cumplimiento de la norma.

Juan Antonio Sagardoy Bengoechea, académico de número de la Real de Jurisprudencia y Legislación y del Colegio Libre de Eméritos.

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