Imagen frente a sustancia

Por Fermín Bouza, catedrático de Sociología -Opinión Pública- en el Departamento de Sociología VI de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid (EL PAIS, 25/01/04):

Tener razón no es suficiente para casi nada: hay que saber decirla o comunicarla. Los partidos políticos, encerrados en una campana mediática que multiplica diariamente sus mensajes, están obligados a lo que ahora se llama la campaña permanente: han de hacer todos los días lo que antes era exclusivo de la campaña electoral: comunicar de manera eficiente con los electorados. Si no lo hacen así, llegan en malas condiciones demoscópicas a la precampaña electoral y todo se les hace complicado y difícil, también los debates electorales, que en campaña y precampaña electoral -sobre todo en televisión- tienen una larga tradición en un país como Estados Unidos, que marca una pauta de comunicación política no del todo asumida aún en Europa. Los debates presidenciales en América han dado la oportunidad definitiva a candidatos como John F. Kennedy (católico en un país de élites protestantes), y han podido cambiar de forma decisiva el sentido del voto. Esto, con la estructura electoral y la tradición política europea (y española, por tanto) es algo más difícil. La tradición española de debates en televisión entre candidatos a presidente del Gobierno se resume en un solo debate doble (Tele 5 y Antena 3) entre Felipe González y José María Aznar en las elecciones generales de 1993. Entonces, ambos candidatos necesitaban el debate porque las encuestas iban muy igualadas y éste podía ser decisivo. Y es posible que así fuera. La derrota (en el criterio de la opinión pública, según encuestas) de González en el primer debate fue compensada con creces por su holgada victoria en el segundo (mismo criterio), y dejó sentenciadas unas elecciones que se presentaban difíciles para el PSOE. González, torpe y espeso en el primer debate, se mostró ágil y contundente en el segundo. En 1996 y en 2000 el PP rechazó el debate con diversas excusas: iba ganando, aunque en 1996 la situación era mucho peor de lo que suponían, tanto que si hubiera habido debate es muy probable que el PP hubiera perdido la pequeña ventaja por la que ganó las elecciones. Es una hipótesis retrospectiva, pero interesante para los aficionados a la ucronía. La idea de que el que va peor en las encuestas necesita el debate más que el que va mejor colocado es obvia y correcta, porque el debate es un riesgo, y puede ser un grave riesgo que sólo el que no tiene nada que perder puede asumir sin problemas mayores. Pero esto último no es una reflexión de ética electoral, porque es evidente que desde un punto de vista de moral cívica el debate es un derecho de la ciudadanía, pero no es, de momento, una obligación asumida por los partidos, aunque debería serlo.

En perspectiva científica, la comunicación política que es eficiente y proporciona victorias electorales es una construcción de largo recorrido que no tendría que temer a los debates de campaña, porque todo estaría casi decidido antes de llegar a ella. La construcción sistemática y profesional de alternativas y mensajes a largo plazo (un año al menos antes de las elecciones) garantiza una penetración correcta en los electorados y permite la reiteración cuando sea necesario. A pesar de esto, que es lo canónico, se puede llegar a la campaña en la situación en la que los debates pudieran influir decisivamente en el voto de última hora de esos indecisos recalcitrantes que pueden tener en sus manos el otorgar los escaños precisos. Hay material científico suficiente para avalar esta hipótesis, que requeriría, si se observa, tres cosas al menos (para hablar de victoria, no de simple cambio de algún porcentaje de voto): que los partidos fueran bastante igualados en intención estimada de voto, que hubiera un número significativo de indecisos reales y que los debates dieran un claro ganador (el concepto de ganador en un debate es muy complejo: ¿perdió realmente González el primer debate del 93?: sería largo contestar a esto con rigor).

Lo que los americanos llaman image versus substance, o imagen frente a sustancia, resume bien la principal cuestión de la preparación de un debate: ¿qué dosis de ambas cosas, imagen y sustancia o contenido, deben estar en el debate? O también, racionalidad frente a cognición, o razón frente a los procesos reales de conocimiento (emoción incluida, etc.). Son dilemas retóricos de la nueva comunicación pública. Los estudios sobre efectos de los debates de televisión en el voto son múltiples y complejos. En realidad, cada proceso electoral es un mundo propio (cada acontecimiento social es único) y los vectores o las variables intervinientes tienen un peso según su tiempo y lugar. De este modo, las conclusiones científicas son siempre relativas y es preciso enmarcarlas también en su tiempo y lugar. Con todo, se puede decir con rigor que, en ciertas condiciones, los debates en televisión pueden cambiar el sentido del voto de un número significativo de electores y variar los resultados esperados según las encuestas previas a los mismos debates. No de cualquier manera: los debates ideales requieren una preparación muy precisa, en la que los elementos racionales y los cognitivo-emocionales sean evaluados con rigor por el candidato y sus preparadores. Un debate a ciegas, sin preparación, dejado a la intuición del candidato, puede ser un fiasco según y cómo. Aunque también es cierto que algunos estudios apuntan, en ciertas condiciones, al interés de resultar perdedor en el debate (recuerden a González en el primer debate de 1993), es decir: a la presencia frecuente (siempre en ciertas condiciones) del llamado efecto underdog o de adhesión al perdedor. Comprendan entonces que los aprendices de brujo que juegan con estas cosas pueden acabar por quemarse. No hay nada fácil en un debate ni para los técnicos ni para los contendientes, pero sin duda un buen debate en televisión es un espectáculo cívico de primer orden que debiera ser una exigencia electoral regulada.

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