Impagar deuda, hundir obreros

Los experimentos, con gaseosa. O al menos, con mucha cautela.

Si se repudiara (por reputarla ilegítima) la deuda española; o si se sometiese a una “reconsideración” o a una “auditoría” con la intención declarada de rebajarla de cuajo, mediante su reducción o quita, es probable que el tiro saliese por la culata.

La consecuencia inmediata no sería que España no podría acudir a financiarse a los mercados internacionales, provocando la bancarrota del Estado, advierte la gente de orden: eso sucedería minutos después. Tampoco que los bancos sufrieran un colapso de solvencia, pues los bonos públicos que un día compraron se depreciarían de repente, temen los banqueros. No.

El efecto automático de no honrar la deuda sería la quiebra de la Seguridad Social, su consiguiente incapacidad de pagar ni las pensiones ni el seguro de desempleo. ¿Por qué nadie lo advierte? ¿Porque no es asunto que inquiete a la gente de orden?

La Seguridad Social entraría en quiebra, o en zozobra (según el alcance de la quita) porque su fondo de reserva está compuesto al 89,69% (a diciembre de 2013) por activos públicos domésticos (letras del tesoro, bonos). Ya inquieta que el actual Gobierno eche mano de ese colchón, la última vez hace diez días, por 8.000 millones, dejándolo solo en 42.675 millones; pero el repudio total —ya olvidado, pero que se postuló hasta anteayer— lo dejaría en unos 4.000 millones, media mensualidad: casi cero.

Más allá de locuras y pesadillas, el problema de la deuda es sustancial y conviene abordarlo: el recordatorio de esta urgencia es el mejor servicio que prestan los planteamientos de los antisistema. Números del presupuesto del Estado cantan: el coste financiero de la deuda supondrá este año 36.590 millones (por 29.727 el del seguro de paro) y en 2015 será de 35.490 millones (por 25.300 el coste directo del desempleo).

Esto significa que la peor factura social de la crisis, el desempleo, nos costaría cero si no tuviéramos que afrontar los intereses del endeudamiento; o que podría dedicarse esa cuantía a inversión productiva que relanzase el crecimiento económico, y pues, la creación de puestos de trabajo.

No hay fórmulas milagrosas para reducir la deuda. Las clásicas son: acelerar el crecimiento, de modo que mengüe el porcentaje de su factura sobre el PIB, al aumentar este; subir la inflación, pues esta suaviza el coste de devolución de un crédito al rebajarlo en términos de poder adquisitivo; o reestructurar/denunciar la deuda.

Esta última es una operación siempre peligrosa, como Europa constató tras el nefasto pacto Merkel-Sarkozy en la playa de Deauville, en noviembre de 2010: el pánico y la incertidumbre complicaron aún más lo que desembocaría (de momento) en el segundo rescate griego.

Hay, hoy, una medida más indolora: reorganizar los plazos de la deuda, cambiando bonos antiguos de alto interés por otros nuevos de baja rentabilidad. Se aprovecha así la óptima coyuntura que ha ido generando el BCE desde 2012 para la deuda soberana periférica y la radical rebaja de la prima de riesgo (en la ejemplarísima España, sí, ¡igual que en la no reformada Italia!). El Tesoro español ya ha ensayado estos macrocanjes alguna vez, y con éxito, para pagar la mitad de intereses (EL PAIS, 11 de junio). Si lograse hacerlo aún más masivamente, igual llegaba a rebajar un punto de los 3,46 que hoy le supone el interés medio de la deuda: esto es, un margen de unos 10.000 millones.

En realidad, la reestructuración pactada de intereses reales debería ser una fórmula a negociar en casos más graves, como el de Grecia, que los está sufriendo a un vergonzoso nivel superior al 8% (no olvidemos que un interés compuesto al 7% duplica en diez años el principal).

Si ni siquiera con estas fórmulas, solitarias o aplicadas en conjunto, se rebajase la deuda pública de media UE, queda un planteamiento prudente (sin transferencias monetarias entre países), difícil pero inteligente, debido los economistas Pierre Paris y Charles Wyplosz (“PADRE: politically acceptable debt reestructuring in the eurozone”, www.cepr.org). Se basa en la compra de bonos por el BCE y su conversión en títulos perpetuos a interés cero, que aquel financiaría con bonos propios: habría coste, pero asumible por el conjunto de bancos centrales de la eurozona, alegan sus ideólogos. Volveremos al Padre.

Xavier Vidal-Folch, periodista.

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