Imparable agonía europea

Se ha discutido mucho cuáles fueron las ventajas comparativas que permitieron a Europa alcanzar un predominio mundial casi absoluto a partir del siglo XVI y mantenerlo hasta mediados del XX. Durante un tiempo, China pareció contar con más opciones, pero éstas se malograron casi enseguida.

Hoy casi todos los especialistas apuntan a que la clave fue la dispersión del poder territorial. La existencia de pequeños territorios enfrentados entre sí contribuyó a garantizar, paradójicamente, altas dosis de seguridad y libertad a los ciudadanos europeos, fomentando así la innovación. Ningún poder público ostentó nunca un control completo sobre el continente, lo que evitó errores irreparables, como el cometido por la autoridad imperial china durante la dinastía Ming al frenar las exploraciones marítimas. Colón visitó muchas cortes europeas antes de encontrar una que le patrocinase, pero al final tuvo éxito. Del mismo modo, por muy absoluto que fuese un monarca europeo estaba obligado a autocontrolarse, si no quería que las mejores cabezas y los capitales le abandonasen para correr a ocultarse bajo la protección del vecino. La concurrencia de jurisdicciones -civil y eclesiástica- contribuyó asimismo a frenar los abusos, al limitarse mutuamente. Conclusión: la dispersión del poder garantizó en Europa, por comparación, un alto nivel de seguridad jurídica, clave para cualquier desarrollo digno de este nombre.

Hoy las cosas han cambiado mucho, pero los europeos nos resistimos a enterarnos, invocando nuestras tradiciones nacionales. Esas que en su día nos aseguraron la preeminencia mundial, pero que ahora están a punto de garantizar nuestra insignificancia. Y es lógico, pues no resulta fácil asimilar que las virtudes que se vinculan casi inconscientemente con el éxito nacional a la hora de ingresar en el club de los ricos, puedan convertirse en defectos tan pronto como el cambio de las circunstancias obliga a considerarlos bajo una nueva luz.

Esto es, sin duda, lo que ha ocurrido en el último medio siglo. La libertad y la seguridad ya no se garantizan dentro del continente votando con los pies. No sólo toda Europa, sino también una parte sustancial del mundo moderno es un mundo democrático, o en vías de serlo, que respeta la libertad de creación y de apropiación del producto del propio trabajo. Así ocurre incluso en países no democráticos, como China, donde si bien no se respeta la opinión de la gente, sí al menos su capital, tras abandonar apenas hace unos años la tradicional política confiscatoria característica de los despotismos orientales, de un signo u otro.

La ventaja relativa europea ha desaparecido, y su lugar lo ha ocupado un inconveniente relativo: la inseguridad jurídica derivada de compromisos políticos poco claros entre poderes soberanos, de la dificultad de delimitar competencias y de la general incapacidad de ejecución de unos y otras. El riesgo de despotismo político en Europa sigue siendo bajo, pero la inseguridad añadida que ofrece esa garantía impide un funcionamiento eficiente del sistema, al menos a la altura de lo que los tiempos demandan en un mundo globalizado.

La grave crisis de deuda soberana que padecemos no obedece sólo a cuestiones económicas, sino que también es un problema de inseguridad jurídica. En EEUU, con una deuda todavía mayor, una reglas federales claras determinan los compromisos del poder federal con los distintos estados y de estos con aquél. En Europa, por el contrario, no se conocen con exactitud las reglas del juego aplicables, ni si los intereses particulares de los distintos polos de soberanía se impondrán o no sobre las consideraciones generales que presiden el sistema común. Un sistema que se ofreció al mundo de una manera un tanto hueca, sin haber soldado bien antes los cimientos, también jurídicos, sobre los que descansaba.

Por todo ello la desventaja española es todavía mayor. Hemos replicado a escala interna, y en apenas unos años, un proceso histórico de construcción nacional acaecido en Europa en el medievo y que a estas alturas hace agua por todos lados. Las cuestiones históricas y sentimentales son importantes, sin duda, pero ya es hora de asumir que los privilegios que ha gozado este continente se acaban a marchas forzadas, y que sólo una decidida voluntad por nuestra parte será capaz de revertir inercias que, dejadas a su albur, nos conducirán a un lugar en el nuevo mundo todavía más irrelevante del que ya merecemos.

Por Rodrigo Tena, notario y editor del blog ¿Hay Derecho?

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