Imperfecto, como todos

Escribo estas líneas después de que Puigdemont y parte de su Gobierno hayan huido a Bruselas donde sortean la acción de la justicia española, después de que la Jueza instructora haya decretado prisión provisional sin fianza (y así se haya ejecutado) contra 8 exConsellers de la Generalitat y después de que se haya desestimado el recurso de los Jordis para poder salir en libertad condicional tras 18 días en prisión provisional.

El escenario es terrible también para aquellos que creemos que la única solución que tiene esta crisis es la negociación política. Sin embargo, el que sea terrible, e incluso evitable, no permite afirmar que estemos en un estado represor, ni mucho menos en una dictadura.

Nuestro ordenamiento jurídico contempla la prisión provisional como una media excepcional que solo cabe ser decretada durante instrucción si se dan una serie de condiciones. La excepcionalidad es exigida porque afecta, no hay que olvidarlo, como mínimo a dos derechos fundamentales de la Constitución: por una parte, la libertad personal, uno de los pilares del estado de derecho democrático, y, por otra, la presunción de inocencia, que significa que nadie es culpable hasta que en un juicio con todas las garantías se demuestra que es responsable de una o varias conductas delictivas. La prisión provisional supone, y perdonen la obviedad, privar a un inocente de su libertad.

Coincido en que la Jueza instructora se ha equivocado a la hora de apreciar la existencia de algún delito y al considerar que concurren las condiciones necesarias para encarcelar a una serie de personas investigadas pero inocentes. Sin embargo, esta Jueza actúa en un poder judicial en el que existen mecanismos para poder revertir sus decisiones. De hecho, los privados provisionalmente de libertad podrán, hasta el juicio oral, solicitarle tantas veces como lo crean conveniente que decrete su libertad. Y con ellos no pretendo frivolizar el hecho de que estén encarcelados, en absoluto. Pero debemos contextualizar.

Es cierto que el escenario judicial no en está en su mejor momento: en él participa un Fiscal del Estado reprobado por el Congreso por su complacencia con con los investigados del PP o que hay dudas de peso sobre la competencia de la AN, entre otras.

Sin embargo, los ahora investigados han podido cometer una serie de delitos, algunos de ellos muy graves precisamente por la relevancia de sus posiciones institucionales: eran el Govern. Y no, no están siendo juzgados por organizar un referéndum, por querer que la gente vote; han sido encausados porque, aun sabiendo cuales eran las posibles consecuencias jurídicas, decidieron saltarse el ordenamiento jurídico a la torera y no una, sino diversas veces (algunos dirían que incluso de forma continuada). No están siendo perseguidos por defender unas ideas (no son presos políticos), sino porque han tratado de defender sus ideas haciendo caso omiso de la legalidad vigente. Legalidad, por cierto, aprobada por un Parlamento y un Parlament escogidos democráticamente. ¿Son todas estas actuaciones constitutivas de delito? No me corresponde a mi responder. Lo que sí es cierto que es son actuaciones contrarias al ordenamiento como estos mismos dirigentes han reconocido, por cierto, apoyando la aprobación de la ley del referéndum y la de transitoriedad (recuerden ahora a los Letrados del Parlament) y dándoles recorrido, incluso de formas muy ingeniosas. No olvidemos que Puigdemont y sus Consellers se marcharon de forma cuasi clandestina a Bruselas precisamente sabiendo que serían perseguidos.

Y ello ocurre en España que es un Estado de Derecho plenamente homologable a otros estados de nuestro entorno. Porque, aunque se repita machaconamente en los últimos días, no estamos en una dictadura ni nada que se le acerque. Estamos ante un Estado con sus imperfecciones que se defiende, a veces con muy poco acierto, de lo que considera ataques a su normal funcionamiento. Y lo hace aplicando las normas existentes y a través de una justicia que, con sus más y sus menos (sobre todo presupuesto), funciona.

Todo ello no obsta a que deba insistirse en estamos ante un conflicto de base política, con consecuencias jurídicas, pero que solo se arreglará si se aborda desde el diálogo y la comprensión de las posiciones legítimas del otro. Eso sí, en todo caso y como base, todos respetando las mismas reglas de juego. Y ello implica no retorcer la ley de partidos (y la Constitución)n o no intentar convertir las próximas elecciones en lo que no son.

Argelia Queralt, profesora lectora de Derecho Constitucional en la Facultad de Derecho de la Universitat de Barcelona y Directora Editorial de Agenda Pública.

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