Imperfecto pero insuperable

La economía estadounidense ha mejorado, con un crecimiento del 3 por ciento y un paro inferior al 6 por ciento. Los dirigentes políticos, los directores del banco central, los expertos en economía, todos presumen de haber vencido la crisis financiera de 2008. Pero ¿y si ninguno de estos actores hubiese influido ni lo más mínimo en esta recuperación económica? Cuando se observan las tendencias a largo plazo, en el país que sea, no se pone de manifiesto ninguna relación clara entre el éxito económico y las políticas económicas. Lo contrario es más fácil de demostrar: es más sencillo acabar con «la inteligencia animal» (una expresión de John M. Keynes) que cultivarla. Destruir la propiedad privada, expulsar a los emprendedores, multiplicar las regulaciones, cerrar las fronteras, imprimir dinero, son métodos probados para acabar con el crecimiento. Buscar la forma de estimularlo no es un desafío comparable.

¿Ha reactivado la economía el déficit del presupuesto federal, que empezó con Bush y se acentuó con Obama en 2008? Ni siquiera los defensores del keynesianismo en Estados Unidos tratan de convencernos de ello; los devotos defienden que la recuperación habría sido más rápida si el déficit hubiese sido más elevado: un pensamiento mágico en el que no se puede encontrar ninguna relación de causa y efecto.

Lo mismo se puede decir de los bancos centrales, que pretenden haber desempeñado una función decisiva bajando los tipos de interés a cero, antes de imprimir dinero, y después del fracaso de la reducción de los impuestos. De hecho, es imposible demostrar que exista una relación entre estas políticas monetarias y la recuperación estadounidense: las fechas no coinciden. Aún queda por comprobar que ese dinero fácil no se haya invertido mal, lo que presagiaría grandes riesgos durante los próximos años. Finalmente, en el caso de Estados Unidos, uno se pregunta por la conexión entre esta creación de moneda y el enriquecimiento espectacular de unos cuantos magnates de Wall Street.

Lo más probable es que la recuperación estadounidense no se explique por las políticas «creativas» a corto plazo (dictadas en gran medida por los medios de comunicación, que dan por hecho que los políticos deben actuar, aun cuando sería mejor que no hiciesen nada), sino por ciertas tendencias estructurales a largo plazo. Se podría decir que las razones del crecimiento actual son exactamente las mismas que han convertido a Estados Unidos en la primera economía mundial desde finales del siglo XIX.

Estas causas tienen más que ver con los fundamentos de la sociedad estadounidense que con la política económica. Así pues, podemos afirmar que la democracia ha sido, históricamente, el motor del crecimiento: como los salarios eran relativamente altos en una sociedad igualitaria, cuya población estaba desperdigada por un territorio inmenso, los emprendedores estadounidenses tuvieron que innovar, en vez de explotar a una mano de obra barata. En la exposición internacional de San Luis, en 1904, las delegaciones europeas se quedaron estupefactas ante la mecanización estadounidense, una consecuencia directa de la democracia. Este espíritu igualitario explica otra de las claves del éxito estadounidense: la estandarización, una producción a gran escala y con un coste más bajo, para satisfacer a unos consumidores que exigen, todos ellos, los mismos productos. Eso que, hace un siglo, resultó profético para la producción automovilística o los servicios se extiende hoy al sector de las redes sociales. Los éxitos del pasado tienen causas profundas que siguen vigentes, como ilustra el número de patentes triples (Estados Unidos, Europa, Japón) registradas cada año, sin que la crisis de 2008 haya interrumpido la tendencia: Estados Unidos sigue en cabeza, por delante de Europa y de Japón, y muy por delante de China, cuyas patentes, en la mayoría de los casos, solo tienen validez en China.

Es evidente que este capitalismo triunfal no habría podido imponerse sin un Estado de Derecho. Y a pesar del aumento de las restricciones que impone el Gobierno Federal a «la inteligencia animal», Estados Unidos no es un Estado providencial: la empresa privada sigue siendo la norma. El reciente triunfo del Partido Republicano en las elecciones es un reflejo del número de electores que desean que esto siga así mucho tiempo. La recuperación no le ha servido de nada al bando de Obama, ya que el pueblo sabe de manera instintiva que una economía fuerte no es el resultado de las iniciativas de la banca y la Administración federal. Pero hay dos asuntos delicados que siempre amenazan al capitalismo estadounidense y que tienen más que ver con la política que con la economía.

La inmigración sigue generando controversia en un país fundado por inmigrantes. Es de prever que ninguna ley llegue a limitar u organizar la inmigración en los años venideros. La inmigración seguirá siendo un proceso autoselectivo, del cual el país tiene necesidad, y los inmigrantes no dejarán de demostrar que aportan más al país de lo que reciben de un Estado providencial más bien rácano. La inmigración seguirá estando dictada por el mercado y no por el Congreso.

El otro asunto escabroso es el debate sobre la desigualdad. La controversia sigue siendo más bien académica. Los ingresos y la utilidad social de los magnates financieros deberían medirse no solo por las sumas que ganan, sino también por las que devuelven en forma de impuestos (un 1 por ciento financia el 24 por ciento del gasto público) y obras filantrópicas (los mil millones al año que dona George Soros, por ejemplo). ¿No se beneficia la inmensa clase media de la reactivación del crecimiento? Puede parecer que es así, si se tienen en cuenta los salarios y se descuentan las ayudas sociales. Pero es falso si nos fijamos en el poder adquisitivo: los precios bajan, los servicios mejoran (los teléfonos móviles, por ejemplo). El poder adquisitivo real y la libertad de elección (un concepto de Milton Friedman) no dejan de crecer en Estados Unidos, aunque los salarios no suban mucho.

Es evidente que el capitalismo estadounidense es imperfecto, pero no se vislumbra en el horizonte ningún modelo que pueda competir con él. Y el hecho de que un país democrático, y no despótico, siga en cabeza de la economía mundial tiene además otros beneficios reales, sean o no medibles, para los no estadounidenses.

Guy Sorman

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