Imperios que van y vienen

Asumimos que no existe una predeterminación histórica, aunque de vez en cuando todo finge repetirse con la regularidad de un reloj de cuco. Así van y vienen los imperios, con un big bangde retroceso o con siglos de agonía. La decadencia de Occidente, anunciada mil veces, supera ciclos, provoca guerras, genera pensamientos contradictorios, cacofonías, inevitables espasmos de agonía, fiebres de parto, sumas y desvertebraciones.

A posteriori, los historiadores sedimentan su interpretación, pero el diagnóstico presente, acuciado por la inmediatez de los acontecimientos, no siempre distingue entre la descomposición y el renacer. Antes de los imperios que cayeron con la I Guerra Mundial, imperios antiguos perduraron hasta el eclipse súbito o la fragmentación terminal.

Hay quien detecta un grave malestar europeo; otros ven la oportunidad de un relanzamiento integrador. ¿Se acabaron por un largo tiempo los grandes lideratos y lo que tenemos es un pragmatismo que ocupa y se ocupa del poder? Es el sonido y la furia de un mundo que va para adelante y para atrás al mismo tiempo. Un mundo que, barojianamente, parece ser ansí.

Cayó el imperio soviético, sin que casi nadie lo tuviera previsto. Bueno, tal vez la ajada nomenklatura soviética. Andropov, al frente del KGB, convoca el Politburó cuando en 1974 Solzhenitsyn publica Archipiélago Gulag en Europa y Estados Unidos. Ya después, al hacerse públicas las actas del Politburó, se supo que aquella convocatoria resultó un aquelarre fatalista. Alguien propuso confinar a Solzhenitsyn —cuentan sus biógrafos— en los confines del círculo polar. Hubo quien pensaba que no había que hacer caso, que las revelaciones sobre el Gulag iban a olvidarse pronto. Otros preferían que se le diera un tiro en la nuca. Al final, habló Andropov: “Todo esto está bien, pero ya es muy tarde. El tiro en la nuca hubiese sido eficaz hace 10 años, pero ahora todo el mundo nos observa y no hay manera de tocarle un pelo a Solzhenitsyn. Solo nos queda la opción de expulsarle”. Así lo hicieron. El muro de Berlín no cayó hasta 1989, pero aquella reunión del Politburó era un prólogo siniestro de anticipación, Solzhenitsyn el chivo expiatorio y, en última instancia, el imperio soviético iba a ser la gran ruina.

La experiencia angustiosa de aquella ruina hace hoy reaparecer en la Rusia de Putin el viejo afán eslavófilo de la Eurasia. Hace unos años, se daba por supuesto que la nueva Rusia era un extravío del capitalismo de ruleta con burdeles abigarrados, blanqueo masivo y mafias al galope. Una democracia sin el menor arraigo. Luego, en su versión de una democracia autoritaria, concebida de espaldas al modelo europeo, Putin ha ido abonando las raíces del nacionalismo ruso, vejado por las crisis de la economía de choque y la percepción de haber desaparecido del mapa del mundo, con la implosión de la Unión Soviética. Escucha atentamente al nuevo ideólogo anti-occidentalista, Alexandre Douguine, empeñado en rehacer la cartografía de la vieja Eurasia que sería un sueño imperial entre Oriente y Occidente. Para rehacer la gran Rusia, Putin no elude reeditar fricciones de la guerra fría y poner en duda el poder fáctico de la Unión Europea. Los vaivenes bursátiles podrían acotar esa ambición de nuevo imperio.

La gran China imperial quedó en las manos totalitarias de Mao hasta que Deng pudo conjugar un indefinible pragmatismo despótico que está siendo un capitalismo sin Estado de derecho, tan potente como azaroso, una economía amenazada por burbujas. El crecimiento económico chino desplaza los ejes de la geoeconomía global, mientras los tentáculos del partido comunista siguen activos, en medio de un cambio de costumbres de dimensión casi ilimitada. Cientos de millones de chinos superan el umbral de la pobreza. Expansionismo chino, comunismo transformista, añoranza imperial: los nuevos mandarines, del ábaco al chip, lo saben todo de todos. Son las nuevas dinastías, crecidas en el ahorro que estuvo enjugando el déficit de EE UU e ilustradas en grandes escuelas de ciencias empresariales que mantienen el marxismo como asignatura de compromiso.

En los altos tiempos imperiales, Confucio había postulado una idea regeneracionista que daba preferencia a la sociedad sobre el individuo, engrasaba todo el sistema administrativo en busca de una armonía social específica. Aquella China inventó la pólvora, la imprenta, la brújula y el papel. Pasaron no pocos siglos hasta la época actual de un mundo sin centro. Y ahora China penetra en África y eriza sus desencuentros con Japón. Otra reencarnación de viejo imperio. Nada nuevo. Flaubert cuenta el fabuloso comentario del embajador de China en el París asediado de la Comuna, en pleno cataclismo civil. Año 1871. Unos franceses agobiados por aquel caos sangriento, le piden disculpas por el espectáculo de París. El embajador chino, inescrutable, responde: “No, no. Los occidentales no tenéis historia. Pero si estas cosas han pasado siempre. El asedio, la Comuna: es la historia normal de la humanidad”. Lo que va de Confucio al Eclesiastés.

Valentí Puig es escritor.

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