Imposible reforma

La conmemoración de los treinta y cuatro años de vigencia de la Constitución de 1978 dio lugar la pasada semana a un comedido debate respecto a la necesidad y a la oportunidad de su reforma. A ello se refirieron Rajoy y Rubalcaba, renuente el primero a la apertura de un proceso de tan inciertas consecuencias, obligado el segundo a desgranar parte de su alternativa sugiriendo tímidamente que ha llegado la hora de actualizar la Constitución. La escena desarrollada en el Senado reflejaba no ya la dificultad sino la incomodidad que suscita el tema. Va con la personalidad política de Rajoy dejar para después incluso las cuestiones más perentorias en una dilación que hasta la fecha le ha procurado éxitos. Como va con la de Rubalcaba medir las propias fuerzas a la hora de proponerse cualquier meta. Los dirigentes socialistas necesitan enunciar un deseo: reformar la Constitución para plasmar en la Carta Magna su modelo de Estado autonómico y social. Pero se trata de un recurso partidario, legítimo y comprensible, sin otra pretensión que dar mayor empaque a su programa para los próximos años. Porque la condición previa de su propósito es lograr una mayoría absoluta semejante a la que hoy ostenta el PP para, a partir de ahí, ensayar un intento de consenso que cumpla con los requisitos que la Constitución establece para su reforma.

De hecho la primera revisión constitucional debería versar sobre las cláusulas de su reforma. En 1978 la transición exigía un texto sacralizado que disuadiese de cualquier pretensión involucionista y se enfrentase a imponderables como el 23 de febrero de 1981. Tres décadas y media después el basamento jurídico de la convivencia podría mostrarse más proclive a modificaciones que lo fuesen adecuando a un tiempo que trascurre a mayor velocidad dado que los fundamentos de la democracia no corren otro peligro que su anquilosamiento. Claro que la Constitución tampoco puede oscilar al ritmo de la alternancia en el poder entre la derecha y la izquierda, sino que sus eventuales cambios han de responder al interés común y a un obligado consenso. Los socialistas han anunciado su intención de propugnar una reforma constitucional que equipare el derecho a la asistencia sanitaria al derecho a la educación y que consagre el desarrollo autonómico como Estado federal.

En cuanto a su primera idea, cabe objetar la dificultad que entraña asimilar el derecho a la asistencia sanitaria a la escolarización obligatoria, puesto que la realización de este último es relativamente fácil de tasar, mientras que la definición del primero resulta cuando menos prolija y plantea problemas tanto conceptuales como prácticos a la hora de deslindar el derecho sanitario de la disponibilidad de una cobertura pública frente a los problemas de salud de cada ciudadano. La cosa se pone más cruda en lo que respecta a la propuesta de definir a España como un Estado federal. Más allá de la perfección que supondría consignar de manera precisa las competencias de las instituciones centrales y de las autonómicas, o dotarse de un Senado con verdadero sentido territorial, apuntalando el rango decisorio de los consejos sectoriales y haciendo visible la diversidad, la fórmula plantea un problema: si ya llega tarde para acomodar las aspiraciones nacionalistas más moderadas, el día en que pudiera hacerse efectiva mediante la necesaria sintonía entre populares y socialistas podría volverse poco menos que ridícula. A no ser que la vía federal derivase en una confederación para las nacionalidades históricas que consagrara la asimetría entre esas comunidades y las demás preservando mecanismos de solidaridad y cooperación.

A pesar de que la efervescencia soberanista en Catalunya se haya enfriado en las urnas y de que el nacionalismo vasco se haya vuelto más prudente que el catalán, la fórmula federal con excepciones confederales tendría que hacerse patente a muy corto plazo para garantizar la integridad del Estado constitucional durante otras tres décadas y media. Siempre con el problema que supondría la no renuncia del soberanismo a desbordar incluso esa asimetría confederal mediante la gestación de un Estado propio cuyo poder sería levantado precisamente a partir de la confederación. Es esto último lo que nos devuelve al principio. La renuencia de los populares y a su modo también de los socialistas a elevar de categoría el Título VIII de la Constitución no solamente se debe a sus querencias centralistas; responde, en última instancia, a su convicción de que ello tampoco saciaría definitivamente el apetito nacionalista sino que dotaría a este de un poder más próximo al de un Estado propio y alentaría su consecución.

Kepa Aulestia

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *