Improcedente e inoportuno

El tiempo judicial no coincide con el político. Así, hemos visto muchas veces, por ejemplo a lo largo del fracasado proceso de diálogo entre el Gobierno y ETA, cómo los jueces adoptan decisiones a contrapelo de lo que la coyuntura política exige. El desfase temporal forma parte, por lo visto, de lo que llaman "independencia judicial". Habrá que concluir, por tanto, que la de la oportunidad no es una virtud que quepa esperar de la justicia.

Sin embargo, el celo por demostrar su independencia lleva en ocasiones a los jueces a pasarse de inoportunos. Es lo que ha ocurrido con el juicio por el que habrán de sentarse en el banquillo, entre otros, dos de los candidatos a lendakari en los próximos comicios vascos: Juan José Ibarretxe (PNV) y Patxi López (PSE). Y es que señalar el 8 de enero como fecha para iniciar la vista oral constituye una inoportunidad tal que más parece temeridad. Se prevé que la vista se prologue por espacio de tres semanas y coincida, por tanto, de lleno con la precampaña electoral. De este modo, la independencia judicial se habrá convertido en interferencia política. Es el efecto perverso que se produce cuando las cosas, incluida la virtud, se llevan al extremo: se consigue lo contrario de lo que se desea. ¿O era esto precisamente lo que se perseguía?

Cabría sospecharlo. El procesamiento ha seguido una tramitación tortuosa que se ha prolongado a lo largo de dos años. En ese periodo de tiempo ha habido dilaciones de todo tipo, unas exigidas por el procedimiento, otras provocadas por el interés de las partes. No había razón aparente, al menos para el profano, que exigiera el señalamiento de la vista en este preciso momento. Se diría, más bien, que la prudencia aconsejaba que el inicio del juicio se hubiera señalado para el pasado otoño o pospuesto para después de las elecciones. Pero, por lo visto, tampoco la prudencia, como la oportunidad, es virtud que quepa esperar de los jueces. Y así, un procedimiento judicial se convertirá, por decisión de un tribunal, en parte integrante de una campaña electoral. Y ello gracias a lo que llaman independencia de la justicia.
Claro que, cuando los despropósitos se acumulan en un proceso, el que --como este de la inoportunidad-- pone la guinda final a todos los anteriores apenas llama la atención. Se da por supuesto que lo que mal empieza mal acaba. Algo así ha ocurrido en esta causa. Todo empezó con una querella de un par de asociaciones civiles contra los ahora procesados por haberse reunido con miembros de la ilegalizada Batasuna y haber cometido, en consecuencia, un supuesto delito de "colaboración necesaria a la desobediencia" al Tribunal que la ilegalizó. En el curso de los trámites, y tras múltiples avatares, han ido inhibiéndose del proceso diversos actores hasta quedar como única sustentadora de la causa la acusación popular. Muy pocos creyeron en un principio que la querella tuviera sustancia delictiva y menos aún pensaron que, una vez admitida a trámite, iría a mantenerse viva hasta el juicio oral. El escepticismo no era, además, gratuito. Se sustentaba nada menos que en la doctrina que había sentado el Tribunal Supremo, al desestimar una querella similar contra, entre otros, el presidente del Gobierno central.

El Supremo establecía dos principios que parecían adaptarse como anillo al dedo al caso que nos ocupa. Decía, en primer lugar, que para que pueda darse delito de desobediencia se requiere una orden expresa y debidamente comunicada. Añadía, además, que constituye un "fraude constitucional" llamar a la justicia a interferir en el control de los actos políticos del Ejecutivo, toda vez que aquel tiene en el Parlamento la sede natural para su ejercicio. Ambos principios pare- cían aplicarse, sin ulteriores consideraciones, a la querella interpuesta contra el lendakari y el líder socialista. Así lo entendieron el fiscal y los jueces, que, a lo largo del procedimiento, han emitido contundentes votos particulares. Solo el juez instructor, además, por supuesto, de la acusación popular, dio más crédito a su propio razonamiento que a la doctrina del Supremo. Tampoco se tomó en consideración la llamada doctrina Botín, por la que el mismo Tribunal consideraba improcedente proseguir una causa si solo la mantiene viva la acusación popular. Pero en esto le asistía el derecho. Había sido el propio Tribunal Supremo el que sorprendió a medio mundo matizando su doctrina y no aplicándola al conocido como caso Atutxa.

Y así, en esta sucesión de despropósitos, hemos llegado adonde el sentido común decía que nunca deberíamos haber llegado: a sentar en el banquillo a dos candidatos electorales en plena campaña electoral. Y, visto lo visto, cualquier cosa puede ocurrir ahora. La condena sería políticamente desastrosa. La absolución supondría un tremendo varapalo para todas las instancias judiciales que han participado en el proceso y se han empeñado en mantenerlo vivo hasta su culminación final. En cualquier caso, sea quien sea el beneficiado --Ibarretxe o López--, se habrá distorsionado algo tan básico en democracia como una campaña electoral.

José Luis Zubizarreta, escritor.