Impulso nacional

Los momentos en que la coyuntura política parece invadirlo todo son a veces los mejores para reflexionar sobre los elementos estructurales de un sistema constitucional. Así ocurre con la reciente crisis del primer partido de la oposición, que ha puesto de relieve la importancia de algunos aspectos del Estado de las autonomías. En el origen de la propia crisis hay un fenómeno que, a pesar de su evidencia, no ha recibido toda la atención que merece: la Comunidad de Madrid se ha convertido en una de las criaturas más potentes y exitosas del régimen político instaurado por la Constitución de 1978. En su día, nadie pudo tener duda de que las llamadas nacionalidades históricas iban a tener un marcado protagonismo en el Estado autonómico, como así ha sido. En cambio, el concepto puramente capitalino y centralista de Madrid tenía tanta inercia que muchos no se dieron cuenta de la enorme vitalidad de la comunidad política regional que iba surgiendo bajo la nueva bandera de las siete estrellas blancas. En los años de la Transición, se hablaba medio en broma de un futuro ‘Madrid, distrito federal’, pensando en el pálido modelo de Washington, D.C. Nada más lejos de la realidad actual: si hubiera hoy que buscar una comparación norteamericana para la Comunidad de Madrid, sería más bien, por su fuerza, color y presencia en la vida nacional, la de Nueva York.

Que no se equivoquen, pues, los que, muchas veces desde posiciones nacionalistas periféricas, siguen hablando de Madrid como la encarnación de todos los males del centralismo. No hay tal. Madrid es hoy, nada más, y nada menos, que una comunidad autónoma bien gobernada y que cuenta con una sociedad civil acogedora, optimista, emprendedora y abierta. De ahí la importancia de que el liderazgo político madrileño sea respetado, como el de cualquier comunidad autónoma, y no sea objeto de interferencias indebidas. Ahora bien, que no se equivoquen tampoco quienes, muchas veces desde Madrid, ven el Estado autonómico como una rémora cuyos efectos nocivos deben combatirse, y no ven lo que de verdad es: la raíz y la causa del éxito económico y social de la comunidad en la que viven.

Si el origen de la crisis del Partido Popular se ha situado en la Comunidad de Madrid, su solución ha venido también por la vía autonómica. En una frase muy citada, un pensador político del pasado siglo decía que soberano es el que decide en el estado de excepción. En términos más generales que los que atañen a la soberanía, esta reflexión sirve para subrayar la importancia que tiene identificar a los que toman decisiones en las situaciones de emergencia. Sin duda, en la salida de la crisis del PP intervinieron factores muy diversos, pero la decisión de mayor peso correspondió a los llamados barones del partido. No es la primera vez que se habla de barones para designar la estructura dirigente de un partido político de centro-derecha. Ya se hizo en tiempos de la UCD. Pero hay una diferencia fundamental: en la UCD, los barones lo eran por razón de su adscripción ideológica (democristianos, liberales, socialdemócratas...), mientras que los del actual Partido Popular son barones territoriales, y no es una coincidencia, sino una consecuencia natural de la estructura del Estado autonómico, que tiene una naturaleza federal en todo menos en el nombre.

Lo característico del sistema federal es que, por un lado, las entidades federadas se gobiernan a sí mismas, y, por otro, participan en el gobierno general de la federación. La doctrina de habla inglesa ha acuñado un par de conceptos que tienen la expresividad sintética típica de esa lengua: ‘self-rule’ y ‘shared-rule’, es decir, autogobierno local y gobierno nacional compartido. Es este segundo concepto el que nos interesa ahora. La participación territorial en el gobierno nacional adopta diferentes formas en los distintos Estados federales. Así, en Estados Unidos, y todavía con mayor importancia, en Alemania, esa participación se canaliza a través de las respectivas cámaras altas, el Senado y el Bundesrat. En España, el Senado no ha conseguido todavía cumplir su función constitucional de cámara de representación territorial. Pero la lógica del Estado de las autonomías se ha ido imponiendo por distintas vías. Por ejemplo, durante largo tiempo el grupo parlamentario de la entonces Convergencia i Unió en el Congreso de los Diputados participó activamente en la gobernación de España. Lamentablemente, el trastorno grave que aqueja a la vida política de Cataluña ha impedido esa participación en la última década. En otras ocasiones, la impronta autonómica ha venido por la vía de la estructura de poder de los partidos políticos nacionales, como, según hemos visto, es el caso del PP, y también, aunque con características propias, del PSOE.

Por supuesto, el Gobierno de España no puede ser igual a la suma de las aportaciones autonómicas. Ha de tener impulso propio y unitario y verdadera visión nacional. Pero el gobernante español que quiera imprimir ese impulso a la nación debe hacerlo con sensibilidad autonómica, sabiendo que sus conciudadanos están dispuestos a ir juntos, pero no revueltos, en expresión que podría servir de divisa popular de la España de las autonomías. Qué duda cabe de que en el Estado autonómico hay muchas cosas mejorables, pero un modelo alternativo no resulta concebible. Una centralización pretendidamente racionalizadora y simplificadora es una quimera que no existe hoy ni siquiera en Francia. Y no hay que olvidar que un Estado autonómico exitoso es el peor enemigo del independentismo, y el único capaz de impedir con plena legalidad y legitimidad las tentativas secesionistas, como ya ha demostrado que lo sabe hacer. Así las cosas, y en vías de solución la crisis del PP, sólo nos queda desear a su nuevo equipo directivo mucho acierto para actuar con impulso nacional y sensibilidad autonómica. Afortunadamente, por lo que hasta ahora se sabe, parece que va a contar con ambas cosas.

Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín es jurista.

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