Impune por defunción

El final que veníamos anunciando desde hace años se precipita ya, lamentablemente, a pasos imparables: el general Pinochet, víctima de una crisis cardiaca, va a morir sin haber sido juzgado y condenado. Pocas semanas atrás el ex dictador era privado, una vez más, de su inmunidad por otro de sus múltiples delitos, esta vez por los horrores de Villa Grimaldi. Anteriormente había sido repetidamente desaforado y procesado por secuestros, torturas, asesinatos, malversación, falsificación de documentos, evasión de impuestos, y otras serie de patrióticas actividades civiles y militares, por las que había sido objeto de muy diversas causas penales acumuladas por los tribunales chilenos. Puesto a acumular, el viejo ex dictador acumulaba ya, además de sus 125 cuentas corrientes con sus millones de dólares, una serie de procesamientos, precedidos de otras tantas privaciones de su inmunidad por la justicia de su país.

Pero ¿por qué esa misma justicia, que tan repetidamente ha sido capaz de desaforarle y procesarle durante los seis últimos años, se ha manifestado siempre radicalmente incapaz de juzgarle y condenarle, habiendo tenido tanto tiempo para hacerlo? La respuesta, a estas alturas, resulta muy clara: en los ambientes de la justicia, las finanzas y las fuerzas armadas chilenas todavía quedan incrustados suficientes jueces, financieros, abogados muy bien pagados y suficientes militares de alta graduación dispuestos a ejercer, por todas las vías posibles, todas las presiones corporativas y todas las artimañas legales que pudieran resultar necesarias, y durante todo el tiempo que resultase preciso para obstaculizar y entorpecer la tarea de la justicia, de forma que el ex dictador no llegase nunca a recibir una sentencia condenatoria.

El planteamiento de sus acérrimos defensores ha sido tan simple como eficaz : prolonguemos nuestra obstaculización lo suficiente hasta que la biología produzca su desenlace fatal. Obviamente, ya todo indica que han logrado su propósito. Al llegar antes el fallecimiento que la sentencia - ahora ya es seguro que no la habrá-, garantizará su definitiva impunidad a efectos jurídicos e históricos. Dentro de muy poco alguien podría, con plena justificación, colocar sobre su tumba una inscripción que dijera: "Impune por defunción".

Este logro, sin embargo, resulta nefasto a la luz del principio de justicia universal. En efecto, al adelantarse la muerte a la condena, ésta no llegará a ser dictada jamás y el caso Pinochet, con toda su enorme significación, pasará a engrosar la penosa y repugnante regla general - impunidad para los dictadores-, que se verá siniestramente confirmada. Al fallecer sin haber sido condenado, sus admiradores actuales y futuros se verán respaldados por esta omisión, que pasará a la historia en estos términos: "El general Augusto Pinochet fue un estadista tan intachable que nunca pudo ser condenado por la justicia, a pesar de las calumnias de sus enemigos". Y, de cara al futuro, la conclusión será ésta: "Por grandes que sean los esfuerzos, no hay quien defienda con éxito los derechos humanos frente al poder de los dictadores más despiadados, que, como regla general y salvo casos excepcionales, siempre hacen prevalecer sus crímenes y su impunidad".

En cambio, si Pinochet - como era justo y necesario- hubiese sido juzgado y condenado con todas las garantías del debido proceso, y sentenciado a una larga pena de prisión - aunque nunca hubiera llegado a pisar la cárcel-, esta condena, respaldada por una pormenorizada sentencia, fundamentada en los atroces datos testimoniales registrados por las dos comisiones investigadoras oficiales (Rettig y Valech), en tal caso la moraleja extraída sería muy distinta, y la lección histórica hubiera sido esta otra: "Ni su condición de ex jefe de Estado, ni el haber alcanzado la más alta graduación militar, ni el haber superado los 90 años, pudieron librarle de ser juzgado y condenado por los abominables crímenes y torturas que ordenó y protegió". Y la conclusión, de cara a las generaciones futuras, chilenas y de cualquier otro lugar, sería esta otra, rotundamente más esperanzadora: los derechos humanos pueden y deben ser eficazmente defendidos incluso frente a los más implacables dictadores, empleando las armas legítimas de la ley y de la moral.

Ya no podrá ser así. El bando de los asesinos y torturadores, y sus bien pagados defensores, han ganado, por esta vez, su batalla a la siempre difícil causa de la justicia universal.

Prudencio García, investigador y consultor internacional. Profesor del Instituto Universitario Gutiérrez Mellado de la UNED.