Impunidad incívica

Nuestras vidas están a menudo en peligro sin que sepamos qué hacer para ponerlas a salvo. Uno no acaba nunca de sorprenderse ante la estupidez humana en su versión contemporánea y hasta posmoderna. Uno no acaba de sorprenderse ante nuestra incapacidad para introducir una disciplina mínima que nos proteja de nosotros mismos.

Dos queridos amigos míos hace un par de semanas atravesaban un paso cebra de una gran avenida barcelonesa, que se hallaba desierta y tranquila, cuando en la distancia apareció un motorista a velocidad de vértigo. Se los llevó por delante, como si no existieran. ¿Llevaba los ojos cerrados? ¿Por qué circulaba como si estuviera en el circuito de Montmeló? ¿Iba ebrio? ¿Estaba en sus cabales?

Mi amiga fue internada en la uvi del Clínic, donde lleva un par de semanas entre la vida y la muerte y comienza a recuperarse con lentitud y curas intensivas. Su esposo, un eminente científico andaluz, recién vuelto a su tierra tras muchos años de investigación en París, se va recuperando con grandes dolores. El motorista, tras habérselos llevado por delante, patinó y se hizo algún rasguño. El atestado de una eficiente guardia urbana pone los pelos de punta.

Durante estas angustiosas semanas, el agresor –he dicho el agresor– no ha mandado una nota de condolencia y disculpas al Clínic. No ha llamado por teléfono para interesarse por la salud de sus víctimas. Tampoco lo ha hecho su familia. (Supongo que la tiene.) Se limitó a decir que no los había visto.

Pienso seguir con todo interés el juicio –que llegará cuando los dioses de la justicia hispana lo deseen y ya se hayan jubilado víctimas y agresor– para ver cómo le quitan durante unos meses al motorista el permiso de conducir motocicletas de gran cilindrada. La que llevaba tenía el apropiado nombre de Monster 600 –una bestia entre las piernas de un bestia– para ir haciendo daño a la gente de paz que va por su camino obedeciendo las normas de tránsito.

En sublime esfuerzo en pro de los ciudadanos que vamos a lo nuestro por nuestro propio pie o en transporte público, el ayuntamiento barcelonés nos pinta en el suelo –en muchos cruces– avisos recordándonos que el mayor número de víctimas somos los peatones. Espléndido. O pone carriles de bicicleta en medio de los paseos y calles, pero no le quita ni medio palmo a los vehículos motorizados de toda suerte. Va a resultar que el paseante, el trabajador, el que callejea –hermosa ocupación, la de flâneur, una de las más civilizadas que se conocen–, es quien tiene que evitar, con el alma en vilo, que lo atropellen. Original ¿no?

Esto tendría solución si, con la necesaria celeridad, actuasen unos magistrados autorizados para la intervención rápida, que nunca violara los principios de la justicia. Por ejemplo, en el caso de mis amigos, el agresor, además de perder el permiso de conducir hasta el día en que se viera la causa en juicio regular, podría ser premiado –no digo condenado–con estar presente en el Clínic mismo para ayudar a los camilleros y enfermeros que por él transitan y contemplar lo que pasa cada día. Un par de semanas de testigo ocular, mudo y forzado, le harían cambiar de actitud y empezar a entender algo de la vida que con tanta irresponsabilidad desprecia desde su estruendoso aparato. En cuestiones morales, la responsabilidad se aprende cuando se enseñan de veras las consecuencias de nuestros actos.

La solidaridad, es decir, la fraternidad, no solo se predica, sino que se enseña. Por todos los medios civilizados posibles. El joven atropellador, a quien se ha permitido curarse los rasguños para que siga haciendo daño, no sabe distinguir entre el bien y el mal. Seguramente piensa que el mal es solo estafar, robar al erario, apalear el hombre a su novia o esposa, o tantas otras de las formas en que la perversidad humana se manifiesta. Posiblemente, el joven de la Monster 600 sea un entusiasta de las grandes carreras en pista de las que los medios no paran de dar cuenta y cuyos llamados pilotos son héroes nacionales. Uno comprende que no van a ser héroes ni los poetas líricos ni los investigadores científicos y ni siquiera, efímeramente, quienes trabajan y se sacrifican por los pobres o los enfermos de la Tierra. Aunque no falta el panegírico cuando mueren ni políticos que pierden comba arrimándose a tiempo a su carisma.

Mientras tanto, atendidos noche y día por médicos y enfermeros, rodeados de hijos y familiares que vagan atónitos por los pasillos hospitalarios, continúan sin cesar las víctimas de una sociedad tan mal orientada que no sabe atribuir culpas ni enfrentar a quienes transgreden las normas del civismo –como es el exceso de velocidad, eso sí, considerado delito por el Código Penal vigente, aquí y en todos los países europeos– con las consecuencias de sus propias acciones. Los antiguos atribuían sus desgracias a la malicia de los dioses inmortales cuando no sabían cómo explicárselas. En cambio, nuestros contemporáneos, que ya no creen en los dioses, la atribuyen a una cosa que llaman mala suerte. Jamás a su irresponsabilidad, a su propia estupidez moral. Nadie confiesa hoy tener la culpa de nada. Vamos bien.

Salvador Giner, presidente del Institut d’Estudis Catalans.