In memóriam

Cuando Grecia transitó de una cultura oral a una cultura escrita merced a la invención del alfabeto, la memoria, uno de los atributos esenciales del hombre, pasó de ser una práctica ancestral a un concepto más problemático y, desde entonces, no ha dejado de ser objeto de las más variadas meditaciones, sobre todo en los momentos en que la civilización ha experimentado importantes seísmos, ya sea la creación de la escritura, la invención de la imprenta o ahora, de un modo todavía incierto pero acuciante, la revolución digital.

Ya Platón, en Fedro y en boca de Sócrates el ágrafo, expuso el problema, candente en el clima intelectual de su tiempo, que suponía la escritura para la memoria, en tanto que el alfabeto podía inducir al olvido, pues el hombre, por culpa de esos nuevos e impertinentes signos, se confiaría poco a poco y acabaría por abdicar de su capacidad memorística, de su verdadera sabiduría, burdamente usurpada por una ilusión de conocimiento. Al mismo tiempo, detrás de la escandalosa expulsión de los poetas de la República platónica, tal vez se esconda, como señaló el helenista británico Eric. A. Havelock, una impugnación de la doctrina oral, de las formas y encantos de la épica, de su ritmo, de su autoridad, para instaurar una nueva conciencia, formada por una nueva sintaxis y un lenguaje fundamentalmente teórico. Fue una larga travesía que nos llevó del verso a la prosa, del canto a la lectura. En esa crisis surgió la idea de individualidad, que es una mutilación y un destierro. De todos modos, a pesar de la transmutación vivida, la literatura, tanto en la tragedia como en la lírica, nunca abandonó su morada original e invocó siempre el fantasma de la oralidad, como un perro que ronda la tumba de su amo.

La fascinación por la memoria artificial perduró y se complicó a lo largo de los siglos. Las discusiones filosóficas en torno al asunto han sido muchas y muy complejas, sobre todo cuando, a lo largo del Renacimiento, se difundió en Europa la imprenta y eclosionó el humanismo. Se vivió entonces una encendida polémica -entre herméticos y erasmianos, entre brunia-nos y ramistas-, cuyos rescoldos todavía humeaban a principios del siglo XX.

Quizá dentro de poco empiece a interpretarse la gran literatura del siglo pasado como el Apocalipsis de la memoria, el momento en que la parábola de Homero se cerró en la obra, pongamos, de un Joyce o un Borges. La memoria, ya se sabe, es el fundamento de la sabiduría, cuyo arquetipo es la ceguera, fuente del conocimiento interior. Joyce escribió el Ulises a lo largo de la Primera Guerra Mundial, cuando se desmoronaba una idea de la civilización y él mismo se quedaba ciego lentamente. En el exilio de Trieste concibió la que acaso sea la última épica, el relato de un día en la vida de un hombre donde sintetizó la historia de la lengua inglesa y cifró la literatura occidental mediante la calculada inmersión en el mar de su prosa de fragmentos, cuidadosamente dispuestos, de Shakespeare, Dante y Homero. En este sentido, leer hoy el Ulises produce una emoción inesperada. Basta tocar la tecla de uno de esos fragmentos para que suene el órgano de toda la tradición y se nos hiele la sangre.

Por poner una fecha, podríamos decir que tras la Segunda Guerra Mundial se llevó a cabo un progresivo desprestigio de la memoria en todos los ámbitos. Una nueva pedagogía se impuso en la escuela y, de pronto, recitar versos era de derechas y la cultura una fiesta. Ya en los años ochenta, en Estados Unidos, un porcentaje muy elevado de alumnos admitía que solo recordaba lo que había vivido. En Europa no tardamos mucho en importar la moda. Y en esas estábamos cuando nos sorprendió Internet, un invento prodigioso que sin duda abría nuevas perspectivas al respecto, una segunda vida para el conocimiento. Pero ¿qué ocurre en realidad?

Una nueva sociedad digital se está extendiendo de una manera vertiginosa. La mutación, profunda y traumática en tantos aspectos, ha llegado en un momento política y económicamente muy inestable. Todo está alterado, la educación vive momentos bajísimos, la Universidad hace agua. Con este panorama, Internet no puede ser más que un pobrísimo reflejo del mundo que le rodea. Aunque sus fundamentos teóricos permitan todavía acariciar la quimera de la alfabetización universal, de la máxima difusión científica, no sé hasta qué punto se está animando la diversidad y la riqueza intelectuales que podríamos aportar.

La literatura siempre había dependido de la memoria. Se escribía porque se había leído. La pulsión creadora nacía por emulación de las lecturas que a uno le habían formado. Ahora parece que estemos ante un cambio de paradigma. En las escuelas de Escritura Creativa, muchos aprendices aseguran inocentemente que ellos quieren escribir, pero que no les interesa leer. Quizá la literatura se convierta en algo terapéutico o vuelva a sus orígenes primitivos, es decir, religiosos. Quién sabe. Por un lado, Internet podría ayudar a consolidar la memoria humana de una manera distinta, más provechosa, tal vez, pero en lugar de una apropiación lo que se está llevando a cabo es un proceso de disociación o aun de sustitución. Delegamos en la Red nuestra capacidad memorística, que es la herramienta -y la defensa- más preciosa que tenemos en tanto que individuos.

De la ceguera como arquetipo de la sabiduría y la memoria, hemos pasado a una hipervisión que celebra en la pantalla un continuo presente. En la industria editorial -y en general en lo que llamamos cultura- se está dirimiendo el asunto solo en términos económicos, cuando antes deberíamos abordar un problema epistemológico. Está claro que el libro electrónico acabará por imponerse. Y lo que debemos hacer es tratar de analizar lo que eso significa. Somos hijos todavía de una idea de Biblioteca y de Enciclopedia -summae de la memoria- que quizá ya no sea válida porque ya no es posible. Si hay que desechar esa idea, habría que encontrar otra fórmula y no dejar que ese concepto sea devorado por una caricatura de sí mismo. Hace poco se ha celebrado el décimo aniversario de Wikipedia, una organización que no es en absoluto reprobable mientras no sea la única fuente que se utiliza en todo el orbe. En un espacio que debería ser abono de variedad y excelencia se está instituyendo una versión cada vez más anquilosada, infantil y aburrida de la realidad.

Internet necesita urgentemente una hermenéutica, una interpretación que sea capaz de explicar su nueva sintaxis, su nuevo alfabeto, qué ocurre con la lectura o qué supone, por ejemplo, la desaparición de la "página" por algo que se parece de nuevo al códice. Hay que hacerlo, además, sin miedo a la disidencia, pues otro fenómeno incomprensible es que todo lo digital se ha revestido de un aura sagrada, donde solo cabe la afección, so pena de fulminante ostracismo.

Uno de los padres de la realidad virtual, Jaron Lanier, se ha atrevido a discrepar del uso que se está haciendo del invento que contribuyó a crear en los años ochenta en Silicon Valley. Lo hace en uno de los ensayos más deslumbrantes de este principio de milenio: You Are Not a Gadget (Nueva York, Knopf, 2010; en España se publicará próximamente en Debate). Mientras sigue celebrando e investigando las extraordinarias posibilidades de la virtualidad, no le tiembla el pulso a la hora de denunciar lo que a su juicio supone una seria amenaza para la humanidad. Resulta escalofriante enterarse, por boca de un experto, del estado mental de quienes gobiernan el tinglado: científicos respetables que están convencidos de que la Red ya ha cobrado vida o de que pronto se conformará un solo texto, una Singularidad suprema, madre incluso de una nueva escatología. Dice Lanier: "Es realmente extraño oír a mis viejos colegas en el mundo de la cultura digital proclamarse los verdaderos hijos del Renacimiento sin darse cuenta de que utilizar ordenadores para reducir la expresión individual es una actividad retrógrada y primitiva, por muy sofisticadas que sean las herramientas". Quizá la memoria sea ya el menor de los problemas.

Por Andreu Jaume, editor de Lumen.

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