Incendios financieros estabilizados y presuntamente controlados

Fue Alan Greenspan, ese genio de las finanzas que presidía la Reserva Federal americana, quien advirtió hace años de los excesos en que habían caído los mercados financieros que no valoraban correctamente el riesgo y andaban inmersos en una burbuja contagiosa de alegría que impedía poner precios razonables a los activos. Pero se jubiló el maestro y con él la voz de la experiencia y la cordura, por mucho que su aspecto antiguo y despistado y su tono regañón llevaran a descalificarlo como agorero a muchos que ahora se aprestarán a reivindicar su mensaje. La historia ficción no es más que un brillante ejercicio literario y no son las Bolsas proclives a florituras, pero distinta hubiera sido la historia si otros banqueros centrales hubieran recogido su testigo y hubieran ejercido con contundencia la persuasión moral que es su arma más poderosa en la moderna economía de mercado. Pero ha predominado la complacencia. Parecía que con la globalización y la innovación financiera los ciclos habían muerto y los riesgos de liquidez y de crédito desaparecido. Desde entonces, las Bolsas nos han dado unos años excepcionales y los amos del universo, esos jóvenes ambiciosos y suficientemente preparados magistralmente retratados por Tom Wolfe en «La Hoguera de las Vanidades», han campado a sus anchas espoleados por la codicia infecciosa de unos inversores que reclamaban mayores rentabilidades. Unos inversores como todos nosotros, no culpabilicemos a los demás.

Como nos enseñó Stigler, otro maestro olvidado, en todo mercado competitivo el aumento exuberante de la demanda provoca innovación y desarrollo de nuevos productos que procuran satisfacerla. La ingeniería financiera ha vivido así una década dorada imaginando nuevas formas de empaquetar y comercializar el riesgo para distribuirlo entre un número cada vez mayor de inversores, algunos especializados y otros incautos. Pero era un secreto a voces que una crisis era posible y hasta probable. Lo era entre expertos y académicos que no acababan de aceptar el crecimiento ilimitado de la liquidez, aunque ya nadie hablaba abiertamente de burbuja financiera, y alertaban sobre los riesgos subyacentes de comercializar productos cuya naturaleza última era desconocida por los consumidores finales. Y acabó siéndolo también a finales de esta primavera entre los propios participantes en los mercados a raíz de la crisis de las hipotecas basura en Estados Unidos y la quiebra de varios fondos de inversión de entidades respetables como Bear Stearns, Macquarie o American Home Mortgage. Pero nadie esperaba que la crisis afectase a fondos de una institución tan tradicional como BNP Paribas.

Déjenme que les explique la espoleta que ha hecho estallar la crisis de estos días, pero no confundan el precipitante con la causa última. Unos inversores en un fondo querían venderlo. Estaban dispuestos a asumir pérdidas, incluso cuantiosas, pero querían rescatar lo que quedaba de su capital. No han podido, la entidad emisora ha sido incapaz de poner un precio a ese activo. Casi como cuando en plena crisis inmobiliaria una familia incapaz de pagar la hipoteca decide vender su piso pero no encuentra comprador por mucho que baje el precio. Pero con algunas diferencias importantes.

Primera, siempre hay alguien que acaba queriendo un piso porque tiene un valor intrínseco de uso, pero sólo los llamados fondos buitres acaban queriendo un papelito que no es más que una promesa de pago futuro de un presunto insolvente. Por eso las caídas en los precios de los activos financieros pueden ser mucho más acusadas que en los inmobiliarios. Segunda, para garantizar la propia existencia de los mercados financieros las entidades emisoras de títulos están normalmente obligadas por contrato a cotizar siempre un precio de liquidación del activo. Cuando no pueden hacerlo se produce una crisis mayor. Tercera, como los mercados financieros se basan en la confianza del público respecto a las instituciones que en ellos operan, las autoridades están siempre tentadas, incluso obligadas por ley, a intervenir para evitar que una crisis de liquidez termine por convertirse en una crisis de solvencia. Eso es precisamente lo que han hecho estos dos días coordinadamente los Bancos Centrales de las principales economías industrializadas en un hecho sin precedentes desde la caída de las Torres Gemelas. El Banco Central Europeo, que hasta ahora venía insistiendo en que los problemas se limitaban a Estados Unidos, fue el primero en acudir en auxilio, no de un banco francés y otro alemán, aunque sin duda la nacionalidad y el tamaño de las instituciones ha podido influir, sino en defensa de la estabilidad financiera europea, inyectando liquidez por valor de 165.000 millones de euros. En pocas palabras, el BCE ha prestado esa suma a las instituciones financieras para que puedan hacer frente a sus obligaciones con sus clientes y evitar así una crisis de confianza generalizada. Los próximos días veremos si da resultado. A su favor cuenta con que la intervención tuvo éxito la vez anterior. Pero que nadie espere encontrarse las cosas como estaban cuando se fue de vacaciones.

Muchos inversores habrán perdido dinero. Muchos de ellos probablemente ni siquiera sabían que habían invertido en esos activos que se han quedado sin mercado. Muchas instituciones financieras saldrán tocadas en sus resultados, algunas en sus balances y todas en su actitud frente al riesgo. Ya no se trata sólo de que aumenten los tipos de interés para particulares aunque el BCE detenga temporalmente, como sin duda hará, su calendario de subidas, porque se revisen al alza las primas de riesgo, sino que caerá significativamente la disponibilidad de crédito. Los bancos serán mucho más cautos, conservadores o tacaños, como queramos llamarlos, a la hora de financiar nuevos proyectos. Las operaciones corporativas, esas compras de empresas prácticamente sin recursos propios que han animado los mercados, facilitadas por la abundancia de liquidez y de crédito, se harán más caras y escasas. La época del dinero abundante y barato ha llegado a su fin en este ciclo. Y eso, en el mejor de los casos, si las autoridades monetarias tienen éxito en contener la crisis y tranquilizar a los mercados. Si es así, el verano de 2008 quedará en los manuales de historia económica como el punto de inflexión que marcó el inicio de la desaceleración mundial y la vuelta a la racionalidad económica. Hay muchas posibilidades de que así sea. Sobre todo porque los balances de las empresas no financieras están saneados, sus plantillas ajustadas y sus beneficios abundantes. Pero los desequilibrios globales son importantes y los ajustes pueden ser drásticos. España tiene una situación particularmente vulnerable por sus elevadas necesidades de financiación externa, cerca del 10 por ciento del PIB. Son muchos los economistas españoles que llevan años despreciando la importancia del dato y somos muchos menos los que venimos alertando de la vulnerabilidad ante una crisis de liquidez que podría secar la financiación externa. No es el momento de gritar «¡fuego!» en plena fiesta, pero espero que los bomberos financieros tengan las máquinas plenamente operativas y los planes de contingencia listos. Abróchense los cinturonesy prepárense para disfrutar de la montaña rusa, mientras ponemos nuestra confianza en los mecánicos de mantenimiento. Aunque no sea precisamente la credibilidad de las instituciones económicas una de las fortalezas de la economía española.

Fernando Fernández Méndez de Andés, Rector de la Universidad Antonio de Nebrija.