Incentivos que salen por la culata

La semana pasada, según crónica de Michael Winerip en The New York Times, 35 maestros, directores y administradores escolares de la ciudad de Atlanta, en Estados Unidos, fueron llevados ante los tribunales por “conspirar para cometer fraude, ocultarlo o represaliar a los que lo denunciaban, con el objetivo de abultar los resultados del Criterion-Referenced Competency Test –las pruebas de nivel escolar– a fin de conseguir las recompensas económicas asociadas a las puntuaciones altas”. Se trata de una investigación de dos años y medio llevada a cabo por Richard Hyde, investigador del estado. Hyde ha tenido la colaboración de Jackie Parks, una de las maestras obligadas a corregir las respuestas erróneas de los tests durante la semana de las pruebas. La principal acusada es la superintendente del distrito escolar, Beverly L. Hall, ahora jubilada, que con la “mejora” de los resultados conseguidos durante su mandato había obtenido, entre otros, el premio de Superintendente del año 2009 de la Asociación Americana de Administradores de Escuela. Un reconocimiento público acompañado también de un generoso incremento de sus ingresos durante los doce años en el cargo de más de 500.000 dólares en gratificaciones por los “buenos resultados”. El informe del investigador implica a 178 maestros y directores de escuela, 82 de los cuales han confesado haber participado en el fraude.

Este caso me ha recordado otro anterior contado por Steven D. Levitt i Stephen J. Dubner en Economia freaky (La Campana, 2006) sobre el fraude en las pruebas de nivel en las escuelas de Chicago, descubierto aplicando sistemas de cálculo estadístico sobre los resultados de los tests realizados entre los años 1993 y 2000. Allí se encontró evidencia de fraude en un 5% de los maestros, aunque los propios autores reconocían que era una cifra conservadora dadas las limitaciones de sus algoritmos matemáticos. En otros estados, como en Carolina del Norte, hasta un 35% de los maestros decía haber sido testigo de casos de engaño en las pruebas de nivel.

Traigo a colación el tema porque creo que es una buena referencia para seguir reflexionando sobre la corrupción que ahora tanto nos preocupa. Tiene la ventaja de que se refiere a hechos alejados y no contaminados por el contexto de crisis que aquí lo reduce todo al blanco o negro, sin lugar para los grises. Y además tiene la particularidad de que afecta a un sector profesional del que –a diferencia de los banqueros, empresarios o políticos– no se sospechan conductas amorales, sino todo lo contrario. A los maestros se les supone buena fe y voluntad de transmitir los mejores valores. Pues bien, en primer lugar, y tal como apuntan los autores de Economia freaky, el problema no debe plantearse preguntándonos si toda la humanidad se inclina o no por la corrupción de manera innata y universal cuando existe la oportunidad, sino analizando racionalmente los efectos de las políticas de incentivos. Efectivamente, parece que en Estados Unidos todo se agravó a partir de las pruebas de excelencia obligatorias que el Gobierno federal introdujo en la ley “No dejemos atrás a ningún niño”, firmada por el presidente Bush en el 2002. Tests de nivel y fraude ya había antes, como muestra el caso de Chicago. Pero si la tentación de copiar siempre la habían tenido los estudiantes para sacar buenas notas, con la generalización de las recompensas económicas y las sanciones a escuelas y profesores, estos también empezaron a tener incentivos para hacer trampas. Puede decirse, pues, que este tipo de corrupción es la consecuencia no esperada de un incentivo económico mal aplicado que acaba implicando a cómplices de más o menos buena fe, como cuenta la crónica de Winerip.

En segundo lugar, sugiero que habría que revisar la actitud devota ante nuestros sistemas de medida de la excelencia escolar. No me consta que nadie se haya dedicado a investigar si también hay fraude en las cifras de PISA. Un engaño que no hace falta que sea el de la falsificación directa de los tests, sino que existen otros mecanismos que Levitt y Dubner ya mencionan: concentrar la formación escolar en aquello que piden las pruebas; alargar el tiempo de la prueba; elegir selectivamente la muestra de escuelas... Todo eso, por no decir que, probablemente, la comparativa de los resultados de PISA no dice tanto de la calidad de la enseñanza de un sistema escolar como de las características y los cambios de la sociedad que acoge las escuelas y alumnos evaluados.

Y en tercer lugar, creo que seríamos más claros y eficaces a la hora de resolver problemas, en todos los campos si, en lugar de abusar del concepto de valor, habláramos de incentivos. Los hay económicos, pero también morales, ya sean individuales –los que nos hacen estar bien con nosotros mismos, dormir tranquilos y aliviar las ansiedad–, ya sean sociales, que nos otorgan todo tipo de reconocimientos o que evitan la censura pública. En este sentido, los problemas llegan cuando los incentivos –los económicos, pero también los morales–, por bienintencionados que sean, provocan consecuencias contrarias a las esperadas.

En definitiva, estoy convencido de que un análisis desapasionado de la corrupción nos llevaría a hablar menos de chorizos y más de los sistemas de regulación de los incentivos económicos y morales. En el primer caso, acabamos contando películas de policías –nosotros, claro está– y ladrones –los corruptos–. En el segundo, estamos obligados a revisar las formas de organización social que nos pueden convertir, casi sin darnos cuenta, en cómplices de corruptelas grandes o pequeñas.

Salvador Cardús i Ros

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