El presidente de Venezuela, el excoronel golpista Hugo Chávez, perdió el referendo constitucional, su primer revés electoral desde que llegó al poder en 1998, pero las incertidumbres que pesan sobre el futuro democrático del país no van a disiparse como por ensalmo. En su delirante campaña, el presidente advirtió que el rechazo de la reforma, primer paso para devenir jefe de Estado vitalicio, podría aniquilar la "revolución bolivariana", pero nada más conocerse el resultado, cambió el discurso para proclamar que se trata de una derrota provisional y revisable.
Según sus palabras, que amenazan a los que votaron en contra, seguirá en sus trece hasta la victoria. Se espera, por tanto, que el caudillo del petróleo no acepte ninguna tregua en su pertinacia por transformar el país en el primer ejemplo del "socialismo del siglo XXI", hiperbólico y confuso proyecto que se pretende modernizador, pero que solo esgrime el arma de la confiscación y no ha logrado otra cosa que dilapidar los petrodólares en subvenciones y repartos demagógicos, encubridores de la incapacidad del régimen para afrontar el desafío histórico de Venezuela: reducir la fatídica dependencia del maná petrolífero.
El socialismo bolivariano, enquistado en Cuba como una dictadura cruel e implacable sobre las necesidades, no es sino un remedo de las lacras de la economía planificada: la corrupción y la incompetencia, el racionamiento y el mercado negro, el control de precios, el cambio ficticio de la divisa y las colas derivadas de la penuria crónica, aplazadas o enmascaradas por la bonanza petrolera. Las secuelas políticas del invento son la destrucción de la clase media en la que se sustenta el sistema democrático, el enemigo exterior y el matonismo de los grupos paramilitares que agitan y controlan los suburbios caraqueños.
El referendo dividió incluso a los militares partidarios de Chávez, como demostró el viraje del general Raúl Baduel, exministro de Defensa, que liberó a Chávez en el 2002, pero que en julio último censuró "el golpe contra la democracia", repudió el saludo "socialismo o muerte" impuesto a los militares, en el más puro estilo castrista, y acabó por adherirse al frente patriótico contra una reforma que no solo abolía los límites del mandato presidencial, sino que atacaba los últimos vestigios de la división de poderes, despojaba al Banco Central de su autonomía y propiciaba el nacimiento de un poder popular calcado del cubano.
El socialismo bolivariano es el marbete del decrépito populismo, cuando el Estado-providencia de la socialdemocracia europea deviene "el Estado mágico", título del libro del historiador Fernando Coronil. Sus éxitos serían incomprensibles sin el descrédito y la corrupción de las fuerzas políticas tradicionales, derrotadas en varias consultas y desarmadas tras el fallido golpe del 2002, pero también sin el uso opaco de los petrodólares para silenciar a los medios de comunicación y pagar las imposturas o servidumbres. Y sin los gritos demagógicos, entre el indigenismo y la idiotez, de una diplomacia que encandila a los desheredados y provoca efectos sociales devastadores.
La cruzada de Chávez contra las instituciones económicas mundiales, con el pretexto de que son un instrumento del imperialismo de Washington, en realidad halaga los más funestos instintos y persigue el descontrol del gasto social, utilizando las reservas de la empresa estatal petrolera. El resultado es un abultado déficit que contrasta con los superávits de los países de la OPEP y crea las condiciones propicias para una nueva crisis financiera, lo mismo que la reforma agraria sembró el pánico entre los propietarios y agravó la penuria. En plena guerra fría, en muchos ambientes políticos occidentales se actuaba según la convicción de que la dictadura comunista era irreversible. Luego de las amargas y sangrientas lecciones de Poznan, Berlín, Budapest o Praga, se suponía que "del socialismo real no se regresa", y se criticaba incluso a los disidentes por socavar los cimientos de la coexistencia pacífica. Esa profecía fue a parar, como tantas otras, al basurero de la historia, pero malvive en Cuba, espejo anacrónico en el que suele mirarse el protodictador que gobierna en Caracas.
La experiencia cubana podría trasladarse a Venezuela. "Chávez está jugando con el futuro de la nación", declaraba recientemente Ismael García, líder del partido Podemos y exaliado del caudillo pasado a la oposición. No se espera que el presidente rectifique y firme un armisticio, sino que se tome un respiro para rumiar la derrota y recuperar su proyecto con nuevos bríos. La respuesta más pertinente es que la galvanizada oposición sea capaz de unificarse para presentar un programa que supere la repugnancia hacia la dictadura y atraiga a los abstencionistas cansados del chavismo.
El respeto de los resultados electorales no salva a la democracia de sus mesiánicos adversarios cuando estos vulneran todos los equilibrios sociales, la división de poderes y los principios que por su propia naturaleza quedan al margen de la contienda electoral. La cuestión crucial es saber si el proceso antidemocrático "ha llegado a un punto de no retorno", como augura uno de los intelectuales que miman las ambiciones irrefrenables de Chávez, y si la condescendencia con sus métodos espurios no acalla los lamentos de un mañana sin retorno asegurado.
Mateo Madridejos, periodista e historiador.