Indefensión

Por Horacio Vázquez-Rial, escritor (EBC, 06/10/05):

Algo muy grave nos está ocurriendo cuando no sólo somos incapaces de reaccionar ante las agresiones sino que, además, en no pocos casos, somos incapaces de percibir que estamos siendo agredidos. En su celebérrimo Requiem, escrito hace alrededor de medio siglo, José Hierro añoraba las edades en que «cuando caía un español se mutilaba el universo» y lamentaba que sus contemporáneos murieran «de anónimo y cordura, o en locuras desgarradoras entre hermanos». Claro que por entonces el poeta, como hombre de izquierda que era, imaginaba que todo aquello cesaría cuando la historia o la naturaleza pusieran fin al franquismo, en olvido de que la dictadura, que ni siquiera fue idéntica a sí misma mientras duró, y lo que viniese después eran obra de todos desde el inicio mismo de la nación española.

Las tensiones que marcaron la transición, y que se resolvieron con bien en la Constitución de 1978, se resumían en la fórmula «reforma o ruptura»: o España evolucionaba hacia una democracia occidental normal en la que ninguna opción política quedara excluida pero todas acordaban desarrollar su acción en un marco común, o teníamos por delante otros cincuenta años de aislamiento, totalitarismo mediante. No obstante, el que haya primado la sensatez no implicaba que todo estuviera resuelto. Se logró un sistema estable, consolidado con el rechazo masivo al golpe del 23 de febrero de 1981. Pero se cometieron errores, como era de esperar, y si las bondades derivadas de un acierto acaban por diluirse en lo cotidiano, los errores crecen hasta ocupar un espacio intolerable.

Fueron errores de dos especies políticas bien distintas, pero ambas sumamente nocivas para la soberanía y la unidad de España: me refiero a la apresurada retirada del Sahara y a la esperanza de que los partidos políticos nacionalistas, opuestos al sistema por definición y aspiraciones porque su razón de ser es la rivalidad con la nación constituida, defendieran sus posiciones atentos a las reglas de juego. En los dos casos, el riesgo era territorial y de soberanía.

Por mucho que los partidos democráticos españoles fingieran hacer a favor del pueblo saharaui tras haber cedido la nación a la presión de la «marcha verde» -primer acto de la indefensión actual-, la suerte estaba echada: Marruecos era el más fuerte y, sobre todo, estaba ahí. En una fotografía de prensa tomada en ocasión de la primera visita de Estado de Zapatero a Marruecos, en diciembre de 2001, el presidente y el Rey Mohammed aparecían ante un mapa del país en el que se veían, incluidas las islas Canarias, Ceuta, Melilla y, como no, Perejil. La valerosa actitud del Gobierno anterior al dejar sentada la soberanía española en el islote no ha servido de precedente a su sucesor. Más bien al contrario, a la vista del lugar preferente que se le ha concedido a Marruecos en el incomprensible modelo de nuestra política exterior. Y ahora vienen Ceuta y Melilla, mientras el ministro de Defensa habla de España a la vez que afirma que prefiere que le maten a matar, es decir, afirma que no está dispuesto a defenderse ni a defender España. Con la colaboración de no pocos medios de prensa, ha conseguido que los españoles se centren en la tragedia de los inmigrantes forzosos y se conmuevan con ellos, al tiempo que pierden de vista que están siendo utilizados como ariete marroquí para violar la frontera.

La otra agresión de la que parece haber menos conciencia de la necesaria viene de los nacionalismos vasco y catalán, empeñados en un proceso de separación. Carod ha sido claro respecto del Estatuto que la dirección política catalana ha impuesto tanto a España como a Cataluña: no es más que un paso hacia la constitución de un Estado. Maragall no ha vacilado al declarar que ahora habrá que explicarle a la gente a la que él y ERC y CiU dicen representar en qué consiste el Estatuto. Tantas y de tal calidad han sido las presiones que el Tripartito ha ejercido sobre la sociedad catalana, que el documento -más que constitución, una especie de Levítico en el que se fijan hasta las más íntimas conductas de los ciudadanos, es decir un texto totalitario que se podía entender en el Antiguo Testamento pero no en una norma del siglo XXI-, que incluye el aborto libre, la eutanasia y, en ese momento, la enseñanza laica en un modelo general que a último momento fue retirado, contó con la bendición del arzobispo de Barcelona, quien seguramente no sólo no leyó el mamotreto, sino que tampoco leyó ABC, que lo advertía con toda claridad en un reciente editorial. No importa, ahora se lo contará Maragall.

Estamos, pues, en la ruptura eludida en 1978. El procedimiento es tajantemente antidemocrático. La filosofía que sustentó la reforma, resumida en la famosa frase de Adolfo Suárez «hacer legal lo que es normal», ha sido sustituida por su opuesta, «hacer normal lo que es legal». No en otra cosa se ha sustentado en Cataluña lo que sin pudor alguno denominó hace poco el presidente de la Diputación de Barcelona, Celestino Corbacho, «reforma identitaria». Stalin lo llamaba rusificación.

Todo esto se ha hecho a espaldas de los ciudadanos, a pesar de ellos en buena medida, y en todos los casos contra ellos. Así es como han procedido para dar lugar al «cambio de régimen» sobre el que José María Aznar habló la semana pasada: «sin mandato ni consentimiento de nadie», con «riesgo real de fractura nacional, sin prestar oídos ni a las voces alarmadas de casi todos ni al evidente desacuerdo de la opinión pública». Y Aznar no es precisamente un alarmista.

Pues bien: frente a todo esto estamos indefensos. El Gobierno ha paralizado los mecanismo de defensa del Estado. En lo exterior, Marruecos en particular y el mundo islámico en general son la otra parte de la alianza de civilizaciones de Zapatero -ya es hora de empezar a escribir con minúscula esa propuesta-. En lo interior, se obedece a ERC y a una ETA que sigue poniendo bombas, se siente o no a dialogar - no a negociar- con representantes del presidente. El proyecto del PSOE en el poder -por muchas disidencias internas con que se encuentre, y que no son realmente explícitas- parece ser la desestructuración, la fragmentación y la reducción territorial, la renuncia al orden constitucional -sin una propuesta alternativa-, la renuncia a participar en conflictos internacionales que nos competen -a la retirada de Irak seguirá pronto la de Afganistán-, el desmantelamiento de una política atlántica que, con sus más y sus menos, ha sido un eje vertebrador a lo largo de cinco siglos, y la absoluta sumisión al eje francoalemán, expresada en la fórmula «volver a Europa con humildad».

En una entrevista reciente en The Wall Street Journal, Oriana Fallaci decía que «Occidente revela un odio por sí mismo que es extraño y sólo puede ser considerado patológico; Occidente ya no siente amor por sí mismo. En su propia historia sólo ve lo que es deplorable y destructivo, mientras que no ve lo que es grande y puro». ¿Nos caben las generales de esa ley? Tal vez, y no por un abandono de la voluntad, sino por una campaña muy coherente de vaciado ideológico -reforma identitaria o lavado de cerebro y corazón-, por una abdicación traidora de amplios sectores de las clases políticas y por una entrega de los Estados a ocupantes desleales, con más ambiciones particulares que preocupación por ese bien general que debería ser fundamento de toda sociedad sana. No sirve de consuelo, pero no
somos los únicos.