Independencia de los jueces

Si hay alguien acostumbrado a criticar las sentencias judiciales somos los profesores de Derecho. Lo hacemos constantemente, es parte de nuestro oficio y no nos avergonzamos de ello, todo lo contrario. Es una crítica que intenta ser fundada, utilizar argumentos racionales, no emocionales, y siempre matizada por el respeto a las instituciones. Ataca las razones de una sentencia, con intención última de mejorar la justicia, sin menoscabar la autoridad de la judicatura. Y es una crítica amparada por la libertad de cátedra, y también por la libertad de expresión. La misma libertad que protege a todo ciudadano para expresar su opinión contraria a una decisión judicial. Una opinión que valdrá tanto -o tan poco- como sus razones; a veces no vale casi nada, sobre todo cuando se recurre a descalificaciones o insultos más que a argumentos.

Independencia de los juecesLo anterior se aplica también al ciudadano Pablo Iglesias, que es libre para expresar una opinión contraria a la sentencia que condena penalmente a su compañera de partido Isa Serra, por un delito de agresión a varias agentes de policía después de que estas ejecutaran una orden judicial de desahucio. Y su opinión tendrá el valor de los argumentos que aporta; si el argumento central es puro compañerismo político, quizá no sea mucho. Pero el principal problema es que quien ha expresado esa opinión no es ya un ambicioso «enfant terrible» de un joven partido político cuya trayectoria electoral se asemeja a la de una montaña rusa (¿o será finalmente ruleta rusa?). Es un vicepresidente del Gobierno y se ha pronunciado en tono por completo inapropiado, incompatible con la división de poderes que caracteriza a un sistema democrático.

La judicatura es el elemento central y más insustituible de un ordenamiento jurídico. Cualquier estudioso del Derecho Comparado sabe que puede haber sistemas jurídicos sin profesores o sin leyes, en el sentido habitual que tienen esas palabras en la cultura occidental. La common law inglesa se desarrolló muy dignamente sin profesores durante siete siglos, hasta que en 1758 William Blackstone ocupó la primera Cátedra de Derecho Inglés en la Universidad de Oxford. Muchas sociedades tribales han vivido -y aún hoy viven- rigiéndose esencialmente por normas consuetudinarias. Pero ninguna sociedad jurídicamente estructurada puede sobrevivir sin jueces: es decir, sin un tercero imparcial, dotado de autoridad, que aplique la solución que considera justa a un conflicto entre partes enfrentadas.

En las culturas democráticas hay muchos y muy diversos modos de entender la figura del juez y su imbricación con los demás poderes del Estado. Pero hay dos características que son intocables: la imparcialidad y la independencia. De ahí que el Consejo de Europa, en su Recomendación de 2010 sobre independencia, eficacia y responsabilidades del poder judicial, indique de manera tajante que, cuando los poderes ejecutivo y legislativo realizan comentarios sobre sentencias, han de limitarse a declarar, en su caso, su intención de apelar. Y siempre deben evitar suscitar dudas sobre su acatamiento de las decisiones judiciales, y abstenerse de «críticas que puedan menoscabar la independencia de la judicatura y la confianza pública en la misma» (par. 18).

Naturalmente, los jueces no son infalibles. Precisamente por eso existe la posibilidad de apelar las sentencias. Un vicepresidente del Gobierno podrá manifestar respetuosamente su desacuerdo con una sentencia, pero lo que no puede hacer es arrojar una sombra de sospecha de corrupción sobre la judicatura española afirmando -literalmente- que «en España mucha gente siente que corruptos muy poderosos quedan impunes gracias a sus privilegios y contactos». Es una injerencia irresponsable, e inaceptable, del poder ejecutivo en la independencia del poder judicial. Por eso suscita perplejidad, y preocupación, que además esa injerencia sea justificada por quien desde arriba podría y debería desdecirlo. Es tan fuera de lugar como si un juez dictara sentencia haciendo notar que aplica una ley que considera injusta, y al mismo tiempo acusara de corrupción, de manera indirecta pero clara, al legislativo que aprobó dicha norma.

Resulta explicable, y reconfortante, que el Consejo General del Poder Judicial haya reaccionado a las palabras del vicepresidente con rotundidad y firmeza. Y lo ha hecho, probablemente, no tanto por el perjuicio efectivo que las declaraciones de un vicepresidente del Gobierno causen directamente a la independencia judicial, sino más bien por lo que podríamos llamar el «factor mujer del César». Los jueces no sólo deben ser imparciales e independientes: deben además parecerlo. Los «oráculos de la ley», según el expresivo término de Dawson, para que puedan mantener la autoridad moral que su función requiere, han de estar rodeados de un aura de imparcialidad e independencia que los demás poderes del Estado deben respetar. Lo expresaba con claridad el Consejo Consultivo de Jueces Europeos en un dictamen de 2015: «La crítica desproporcionada por parte de responsables políticos es algo irresponsable, pues puede socavar la confianza de la ciudadanía en el sistema judicial. Ese comportamiento, además, es una violación de los estándares internacionales».

El respeto por los tribunales está en la esencia de nuestra cultura jurídica. Desde luego, son los propios jueces quienes en primer lugar deben ganarse el respeto social con su buen hacer. Pero además, como escribía Francis Bacon en su ensayo sobre la judicatura, «el lugar de la justicia es sagrado, y ha de ser preservado sin escándalo o corrupción». En la misma línea, cuatro siglos más tarde, un informe de 2016 del Consejo de Europa recordaba que la legitimidad de la judicatura se asienta sobre la confianza de la sociedad. Sin ella, la independencia y eficiencia de los tribunales resulta seriamente dañada. Y, sin independencia judicial, la división de poderes, y la democracia misma, son un mero juego de sombras. Napoleón, como Hitler y Stalin, lo sabía bien.

Javier Martínez-Torrón es Catedrático de la Universidad Complutense y Miembro Titular de la Academia Internacional de Derecho Comparado.

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