Independencia y ficción

A mi madre la echaron de España por ser hija de un rojo. Su padre era un republicano catalán que perdió la guerra y tuvo que irse al exilio, primero a Francia, donde cayó prisionero en el campo de concentración de Argelès sur Mer, y luego a México, el país que le ofreció la oportunidad de rehacer su vida. Años después mi madre y mi abuela dejaron para siempre Barcelona, habían quedado señaladas por el comunismo del abuelo y no les quedó más remedio que compartir su aventura mexicana, en un pueblaco selvático de Veracruz donde, veintitrés años más tarde, nací yo.

A pesar de que ha vivido la mayor parte de su vida en México, mi madre tiene una fuerte identidad catalana, que nos transmitió a sus hijos. ¿Qué es la identidad?: ¿la lengua?, ¿las costumbres?, ¿las cosas en común?, ¿el metro cuadrado donde uno nació? Me temo que la identidad no es más que eso que uno cree que es.

Durante mi juventud suscribí, en México, todos los tics del catalán de ultramar. Leía vorazmente a Pere Calders y a Josep Pla, comía conejo los sábados en el Orfeó Catalá, recitaba de memoria las alineaciones del Barça de las últimas diez temporadas y el mensaje que saludaba en el contestador telefónico de casa estaba en catalán. Además, y en esto he pensado mucho últimamente, llevaba en el coche una gran pegatina con la bandera independentista catalana y desde luego defendía, cada vez que el tema se terciaba, el derecho de Cataluña a ser un país independiente.

Pero esto pasaba en México, hace muchos años, y es verdad que ser independentista catalán en ultramar, no es exactamente lo mismo que serlo aquí, en Barcelona, la ciudad de la que mi familia fue expulsada y en la que vivo yo desde hace más de una década, siguiendo un oscuro patrón mental que seguramente le hubiera interesado al doctor Lacan. Ser independentista en un lado y en otro no es exactamente lo mismo, como digo, pero ambas experiencias comparten, de manera muy clara, un territorio común.

Hace unos días, al final del verano, estuvo mi madre aquí, en su ciudad, mirando con asombro la cadena humana y las banderas independentistas que cuelgan de las ventanas. La víspera de su regreso a México apareció, en el restaurante donde habíamos quedado para comer, con una estentórea camiseta independentista, una camiseta como la que probablemente me hubiera puesto yo, si siguiera viviendo en México y fuera todavía un catalán de ultramar e ignorara todo lo que he ido viendo y experimentando aquí durante estos años. Le expliqué todo esto a mi madre y concluí diciendo que lo que yo era en realidad en México era un independentista de ficción. Con esto quería decir que, aunque el deseo de independencia que experimentaba era verdadero, palpitaba y estaba vivo, no tenía relación con la realidad, sucedía en otro plano, en otra frecuencia; precisamente en el territorio de la ficción. Y al decir esto caí en la cuenta de que aquí, en Cataluña, la gesta independentista se da exactamente en el mismo plano, en el de la ficción, porque si se fundamentara en la realidad el proyecto no podría tenerse en pie, se caería como la bicicleta de Fidel Castro, a la que llegaré más adelante.

Pero aquí no estoy contando la historia de un independentista que se ha desencantado al ver de cerca los rudos mecanismos del proceso, sino la de un catalán de ultramar que durante más de una década de darle vueltas al asunto no ha encontrado una sola razón por la que Cataluña deba separarse de España o, para ser más preciso: los únicos datos razonables disponibles indican, con mucha transparencia, que los catalanes fuera de España perderíamos mucho de lo que tenemos ahora.

Los argumentos independentistas no resisten el razonamiento, están basados en la ilusión y en el sentimentalismo, en la creencia y en la fe, esos dos elementos que sirven para echar a andar una guerra santa pero no para fundar un país. Cada elemento que nos presentan como una razón para la independencia, comenzando por la piedra angular del proyecto que es esa cansina muletilla de "España nos roba", termina siendo una pieza de ficción, que no se corresponde con la realidad y sin embargo se insiste, se escriben artículos, se montan debates, en los medios afines al proyecto, para insistir en que esa pieza de ficción es una razón sólida para la independencia. Cada palo que la cruda realidad pega al proceso independentista, es respondido con una potente carga de ficción diseminada por políticos, locutores y tertulianos, que busca anular, o siquiera disimular, el palo. Cuando la Unión Europea dijo, de manera oficial, con todas sus letras y sin margen para otras interpretaciones, que Cataluña fuera de España quedaría automáticamente fuera de Europa, gobernantes y tertulianos salieron en tromba a matizar esa información. ¿Y cómo puede matizarse semejante pedazo de realidad?

El blindaje frente a la realidad que tiene la ficción independentista me recuerda aquella idea de Fidel Castro: la revolución es como una bicicleta, si se deja de pedalear, se cae. Ahora sustituya usted "la revolución" con "el proceso independentista".

La ficción es tan potente que cuando se informa de que los únicos países que respaldan la independencia catalana son Estonia y Lituania, políticos, locutores y tertulianos salen en bloque a festejar el espaldarazo recibido, lo presentan como el primer brote de un apoyo masivo por venir, y no como el respaldo pírrico que en realidad es; dicho esto con todo respeto para esos dos países.

La ficción es tan poderosa que cuando el president suelta aquello de I have a dream, para aupar la fiesta multitudinaria de la Diada, a nadie le escandaliza ni el disparatado autoparalelismo con Luther King, ni que la línea potente del discurso apele a un sueño, como en otras ocasiones apela a la ilusión, a la esperanza, a conceptos exclusivamente sentimentales. Esta instrumentalización política de la cursilería no tiene nada que ver con las razones sólidas, serias, que se necesitan para montar un nuevo país, pero es el único elemento con el que cuentan los políticos independentistas catalanes para convencer a la ciudadanía, y cuando los únicos elementos son estos, la ilusión, la esperanza, el sueño, el proyecto empieza a apelar a la fe, a la creencia, a la credulidad de los ciudadanos.

Quizá sea porque nací en Veracruz y me conozco de memoria el discurso político latinoamericano, pero aquí he oído discursos, del president y sus subalternos, que están a un paso, a un milímetro, de la verbosidad mística del comandante Hugo Chávez. ¿Es esta la élite que va a llevarnos hacia la independencia? Si quitamos la mística al proyecto independentista, y nos atenemos a los datos que la realidad nos ofrece, si despojamos al proyecto de toda su ficción, tenemos que una Cataluña independiente sería menos próspera, quedaría aislada de Europa y tendría menos peso político, económico y cultural del que tiene ahora como parte de España. Los políticos tendrán sus motivos para sostener esta ficción, pero ¿nosotros? Usted que no es ni político, ni locutor, ni tertuliano, que quiere el mejor de los mundos posibles para sus hijos, ¿va a creerse eso de la ilusión y del I have a dream, cuando la pura y dura realidad indica precisamente lo contrario? Me parece que este proyecto independentista, brumoso, acomodaticio, lleno de remiendos y componendas, es poco respetuoso con los catalanes y con los españoles, los ciudadanos de este país merecemos un futuro más decente.

La ficción es la materia con la que trabajamos los novelistas, nuestro oficio es inventar historias; quisiera aprovechar las últimas líneas de esta reflexión para pedir a los políticos independentistas que dejen de invadir nuestro espacio de trabajo y que regresen, cuanto antes, y por el bien de todos, a la realidad.

Jordi Soler es escritor.

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