¿Independentismo? Juntos, mejor

La jornada del 9-N ha marcado, hasta ahora, el punto más alto en la escalada de desencuentros entre los independentistas catalanes y el resto de los españoles. Si continuase el proceso en ascenso por esa vía la salida sería imposible. Quiero decir que la realidad muestra que ni este, ni ningún Gobierno de Madrid aceptará la independencia unilateral de Cataluña, como tampoco los independentistas dejarán de insistir en su pretensión básica. El 9-N ha dejado las espadas en alto: si bien es cierto que la votación ha estado huérfana de las más elementales garantías democráticas, ha mostrado la fuerza movilizadora del independentismo. Estos son hechos políticos indudables. También lo es que la situación ha cambiado mucho desde la aprobación de la Constitución en 1978.

Por esas fechas el fundador de Convergencia Democrática de Cataluña (CDC), Jordi Pujol, sostuvo una y otra vez que “los catalanes no somos separatistas ni regionalistas, sino nacionalistas. Cataluña, dentro del Estado español, es una nacionalidad”. Esto lo expresó Pujol decenas de veces y miembros destacados de su partido, incluido Ramón Trías Fargas, en la solemnidad de un Congreso. ¿Hubo sinceridad o astucia en estas afirmaciones? ¿Hubo astucia o engaño al votar sí a una Constitución española en la que (a diferencia de Reino Unido o Canadá) se afirma “la unidad indisoluble de la nación española” y se declara que la soberanía radica en el pueblo español?

Mejor no profundizar. Lo cierto es que hoy Artur Mas se ha convertido al independentismo, que el derecho a decidir es su exigencia política mayor y que Esquerra Republicana está detrás para que el proceso no decaiga. Pero también que la Constitución está en vigor y es norma fundamental para encontrar una solución al problema.

El imaginario del independentismo no se tiene mucho en pie ante la razón, pero se ha apoderado del sentimiento de bastantes catalanes azotados por la crisis, aferrados a la creencia de que Cataluña fue independiente hasta 1714, que es soberana y que puede exigir ella solita la separación de España, con el añadido de que, una vez independiente, seguiría en el euro, en la Unión Europea e incluso actuaría como locomotora económica para los países mediterráneos. A los efectos actuales, que esto sea o no sea así, importa menos.

Lo que sí interesa es rebajar el problema, drenar tensión y buscar la vía de que los catalanes voten sobre su futuro. Que voten bien, en una convocatoria con todas las garantías de la ley, con censo, juntas electorales, mesas formalizadas y debates previos plurales en medios de comunicación también plurales, alejados del machaque monocorde e intolerable que hubo antes del 9-N en TV-3 o en Catalunya Ràdio.

¡Ah! Y que en la votación intervengan, antes, después o al mismo tiempo todas las partes interesadas, que no son solo los catalanes. Esto parece esencial. Porque habrá que modificar en varios puntos, sin duda, la Constitución con vistas a los próximos 25 o 30 años, no solo mirando, en lo territorial, a los catalanes sino también a los vascos, que están corriendo la banda dispuestos a saltar, otra vez, al terreno de juego.

A mí me resulta sorprendente que los independentistas catalanes consulten sobre el futuro a chicos de 16 años, a extranjeros residentes en Cataluña y a catalanes en Australia, pero no al resto de los españoles. ¡Qué cosa! ¿Es que no nos afecta, al cabo de tantos años? ¿Ni siquiera a sus vecinos aragoneses de cuya Corona dependieron los catalanes cuando eran independientes? ¿Tampoco a los habitantes de los Países Catalanes, predestinados a ser tragados por el nacionalismo catalán, si puede, sean valencianos, baleares o pacíficos ciudadanos franceses de “Perpinyá, la catalana”…?

Todo esto suena a cierta manipulación, como de hecho resultaron las enrevesadas preguntas del 9-N, que escamoteaban, con un simple no, cualquier opción de perfeccionar el sistema autonómico vigente garantizando la singularidad catalana con más competencias, dentro de España. Derecho a decidir, sí, pero por todos los afectados, como es normal y dando oportunidad a que todos se expliquen. Nada de querer ganar la Liga jugando sólo en campo propio. Es demasiado burdo.

Estas ideas para abrirse camino exigirían una desescalada, de palabra y obra, por parte de todos. Y además cesiones de unos y de otros en pro de un entendimiento. Requiere políticos con nivel de estadistas al frente de los partidos. Y unos partidos mejor valorados, limpios y regenerados. Ya sé que es difícil y requiere tiempo. ¿Es imposible?

A falta de ello la alternativa de enfrentamiento sería peor que un choque de trenes, de imaginarios y de legitimidades. Daría paso a una suerte de suicidio colectivo, más o menos violento. O al menos a un negocio en el que todos pierdan. Con todo ello puede ponerse en riesgo la supervivencia de nuestra democracia. O podemos convertirnos en pigmeos ante la Unión Europea y ante el mundo.

Mejor juntos y cómodos, que separados y a cara de perro. Juntos nos potenciamos. Yo no puedo ver en un catalán a un extranjero. Me resulta imposible. En cambio, bien concertados —Madrid y Barcelona, Barcelona y Madrid— podemos llegar muy lejos, aprendiendo unos de otros. Como pasó en el fútbol cuando ganamos la Copa del Mundo.

Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona es consejero electivo de Estado.

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