India, un éxito liberal

En Europa nos apasionamos con China y muy poco con India. Sobre China se habla casi todos los días en nuestros medios de comunicación, pero India queda relegada a la crónica de sucesos: un monzón devastador, un tren que descarrila, un gurú vestido color azafrán y algunas vacas sagradas. ¿A qué se debe esta diferencia de trato? Puede que la culpa sea de los jesuitas, que en el siglo XVII se metieron en la cabeza evangelizar a los chinos, pero se echaron atrás enseguida ante el politeísmo hindú. En Occidente, la sinología es una ciencia, mientras que la indología tiene pocos adeptos y se dedica esencialmente a las religiones y la arqueología.

También es cierto que China está muy presente en nuestra vida diaria. No hay más que ver el teléfono o los zapatos, que probablemente estén hechos en China y no en India. Y, sin embargo, India cuenta hoy con mayor número de habitantes que China, y su tasa de crecimiento económico se acerca o incluso supera a la de China. Pero la economía india mira más hacia su mercado interno, o exporta más a países pobres que a Occidente, lo que no impide que la clase media india, la que comparte el nivel de vida y los gustos (incluido el mal gusto) de la clase media europea, esté formada por cerca de 200.000 habitantes, equivalente a la clase media china.

Si India, en conjunto, sigue siendo más pobre que China, se debe principalmente a que su despegue económico se remonta a la década de 1990, y el de China a la de 1970. En ambos casos, el punto de partida del crecimiento fue político. El mérito de haber renunciado al colectivismo y permitido enriquecerse a los chinos corresponde a Den Xiaoping. En India, Rajiv Ghandi, primer ministro en 1984, fue el primero en encender la mecha liberal y renunciar al socialismo de Estado que, después de la independencia en 1949, fue el régimen seguro impuesto por Jawaharlal Nehru y sus sucesores en el Partido del Congreso. Durante el largo reinado de este partido que, con cierto descaro, sigue invocando a Mahatma Gandhi, que lo presidió en la década de 1930, el índice de crecimiento indio era de un 1 por ciento al año. Es lo que los economistas de todo el mundo denominaban sin ironía «tasa india», como si obedeciese a una fatalidad cultural.

Hasta que los electores indios se desembarazaron del Partido del Congreso y llevaron al poder a Narendra Modi en 2014 y, de nuevo, esta semana. Porque la gran diferencia con China, que deja indiferentes a los europeos, es que en India se vota y la democracia, por muy imperfecta que sea, es real, del mismo modo que la libertad de expresión y de prensa es total. En India, como dice el sociólogo (de izquierdas) Ashis Nandy, «el precio de la disidencia es cero»; en China, es la cárcel. Si China ha pasado del colectivismo a la empresa personal es porque el Partido Comunista así lo ha decidido, lo que implica una posible vuelta atrás, mientras que, en India, la elección de la economía liberal, la libertad de emprender y la apertura de las fronteras ha sido el resultado de largos debates mediáticos, universitarios y políticos.

Al volver a llevar al poder a Modi y su partido, el Bharatiya Janata Party (BJP), que traducido significa Partido Popular Indio, los indios consideran que la economía liberal es buena para ellos, sobre todo para los más pobres. No es ideología, sino experiencia: los indios han decidido entre el Partido del Congreso, apóstol de un socialismo redistribuidor, y el BJP, defensor de los pequeños empresarios. Sí, lo sé, el partido de Modi es conservador, anclado en las religiones hindúes y a veces enemigo de los musulmanes. Cuando se menciona India en Europa, la imagen del BJP es negativa: unos exaltados, fanáticos de Dios (o de los dioses). Por el contrario, el Partido del Congreso es famoso: de izquierdas, progresista y respetuoso con la diversidad de India. Apenas se menciona que este partido es una dinastía familiar cuyo líder es Rahul Gandhi, heredero por línea directa de Nehru, Indira Gandhi, Rajiv Gandhi y Sonia Gandhi.

En Europa no se habla de que la especialidad del Congreso es comprar los votos de las castas inferiores o de que, en la memoria colectiva de los indios, el Partido del Congreso se identifica con un régimen de burócratas corruptos y crecimiento nulo. Modi es un soltero piadoso y, desde luego, un político astuto, igual que lo fueron Mahatma Gandhi o Nehru. Pero él lucha de verdad contra la corrupción sistémica de India y vela realmente por el crecimiento. En cinco años de mandato, ha construido cien millones de baños públicos, una promesa electoral que mantuvo, esencial para los indios. No es un déspota, porque en India, donde la sociedad se moviliza enseguida por cualquier causa, el despotismo es inconcebible. Ah, y para ser justos, recordemos que con el liderazgo del Partido del Congreso India libró tres guerras contra Pakistán. Modi, al que la prensa occidental considera belicoso, ninguna.

Estoy seguro de que si Rahul Gandhi hubiera ganado, todo Occidente lo habría celebrado. ¿Pero Modi y el BJP? Demasiado a la derecha, demasiado indio, demasiado religioso, no se parece en nada a nosotros. Pues bien, a riesgo de ser el único, me alegro de una elección que es buena para India, porque es democrática.

Guy Sorman

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