Indigenismo y memoria

Colón no fue famoso en su tiempo. Su empeño en abrir un camino más corto a las riquezas de oriente (oro y especias) lo llevo a descubrir, por pura casualidad, el continente americano, pero después cayó en desgracia y su nombre se diluyó en el tropel de exploradores y conquistadores que lo siguieron.

La fama actual del descubridor se debe a los emigrantes italianos que en el siglo XIX y principios del XX arribaban a Estados Unidos huyendo de la miseria. Ellos lo encumbraron como su gran precursor para compensar la humillación de sentirse ciudadanos de segunda en la nueva patria que los acogía con menosprecio anglosajón (después de estabularlos para la obligatoria cuarentena en la isla de Ellis).

La celebración del Cuarto Centenario en 1892 significó la apoteosis mundial de Colón. En América, en Italia y en España se le dedicaron plazas y avenidas y se le erigieron estatuas.

Indigenismo y memoriaEs evidente que engrandecieron a Colón por encima de sus méritos objetivos. El genovés había sido un individuo codicioso y fullero que aspiraba a escalar la pirámide social hasta situarse en la más alta nobleza (por eso ocultaba sus orígenes, humilde hijo de un tabernero y tejedor) y sobre todo anhelaba enriquecerse aunque fuera vendiendo como esclavos a los indígenas de las tierras descubiertas, a lo que la Reina Isabel se opuso.

Aceptemos que Colón no fue ese tipo estupendo que nos han vendido, pero desde luego no fue un genocida. Hoy es de sobra sabido que lo que diezmó a los nativos americanos fue la viruela y otras enfermedades, desconocidas allá, de las que los europeos resultaron inadvertidos portadores.

Ahora el indigenismo, ese movimiento de moda en los países emergentes que no terminan de emerger, e incluso se van a pique lastrados por la incompetencia de sus dirigentes, acusa a Colón de haber iniciado el genocidio de los amerindios y lo toma como chivo expiatorio que carga con sus culpas y con las ajenas.

Un ejemplo enternecedor de la deriva indigenista nos lo brinda Venezuela, uno de los países más ricos del continente cuya empobrecida población emigra masivamente a los países limítrofes para escapar de la hambruna.

El presidente Maduro hace un par de años defenestró la estatua de Colón que presidía un paseo en Bogotá para sustituirla por otra del cacique indio Guaicaipuro, campeón de la lucha contra los españoles, representado por una especie de Increíble Hulk de monstruosa musculatura en actitud no se sabe bien si de saltar sobre los paseantes o de hacer de cuerpo en una especie de cajón (compruébenlo en internet).

En la inauguración del engendro, el presidente Maduro pronunció estas palabras: «Desde estas tierras que van desde Alaska hasta la Patagonia, fueron exterminados más de ochenta millones de seres humanos que vivían en paz, en libertad. Lo menos que podría hacer España es pedir perdón a los pueblos de América».

Típica reacción del indigenista americano que en cuanto se topa con un español le reprocha el estrago que sus antepasados cometieron en América. La clásica respuesta: «Serían tus abuelos; no los míos que se quedaron en España», no siempre resulta satisfactoria cuando los sentimientos dominan sobre la razón o cuando el prejuicio avasalla a la información.

Maduro acusa a España de haber practicado el genocidio en sus posesiones de América. Genocidio es una palabra exenta de matices. Significa llanamente la voluntad de eliminar a una raza o comunidad, lo que los españoles nunca pretendieron, entre otros motivos porque valoraban la fuerza de trabajo del indio.

Si Maduro estuviera algo más informado sabría que la única matanza sistemática de indios ocurrida en América la perpetraron sus libertadores y se produjo después de la salida de los españoles.

Como sabemos, el buenismo contrariado degenera en rencor. En 1818 Bernardo O’Higgins, primer presidente o «director supremo» de la república de Chile, acogía en su Constitución a los indios como «ciudadanos chilenos y libres como los demás habitantes del Estado»; cinco años más tarde, cuando dejó el poder, bastante hastiado de su ejercicio, declaró que «las razas roja y blanca no pueden crecer y prosperar en el mismo territorio». Se sobreentiende que una de las dos sobra, la menos preparada para la vida moderna como es fácil adivinar.

¿Qué ocurrió? Que las flamantes repúblicas nacidas de la disolución del imperio español consideraron que los indios eran una rémora y un freno para el progreso.

La veda para la caza del indio se levantó en Paraguay, en 1815, cuando el presidente Rodríguez encomendó al ejército la labor de «exterminar enteramente» a los indios mbayás y guanás. Lo mismo ocurrió en el vecino Uruguay en 1831. Quejosos los ganaderos de los robos de caballos y vacas perpetrados por los indios churrúas, unos «malvados que no conocen freno alguno que los contenga», el general y presidente Fructuoso Ribera, se ocupó de reducirlos en las varias acepciones de la palabra.

En México la llamada Guerra de Castas entre 1848 y 1901 redujo considerablemente tanto a los indios mayas que habitaban la península de Yucatán como a los irreductibles apaches, lipanes, mescaleros del norte que habían sido clasificados como «planta nociva».

En el último tercio del siglo, Chile y Argentina emprendieron la épica empresa conocida como Conquista del Desierto y Conquista de la Tierra de Fuego, contra los «hombres selváticos» de las tribus mapuche, ranquel, pampa, y tehuelchelos. El pretexto era castigar las frecuentes incursiones (malones) en las que los indios robaban ganado y secuestraban mujeres y niños, pero el verdadero motivo fue desocupar unas tierras cuya cesión los respectivos gobiernos habían negociado con grandes empresas agrícolas, ganaderas o mineras del extranjero.

Después de estas campañas, cuando el indio empezaba a escasear y no compensaba emplear las tropas en su descaste, se confió su caza a pequeños grupos de profesionales que cobraban una libra esterlina por cada selknam muerto.

No quisiera, con los datos expuestos, demonizar al indigenismo. Tiene sus lacras, de acuerdo, pero también ofrece un confortable nicho de empleo a los que viven de desenterrar difuntos. Alguna ventaja tendría que tener.

Juan Eslava Galán, escritor.

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