Indigestión penal

Las leyes penales no son cualquier cosa. Son el recurso último que tiene el Estado para defender los intereses básicos de los ciudadanos y de la sociedad. La vida, la libertad sexual, el medio ambiente, el patrimonio público, las instituciones democráticas. Tan importante es esta protección que recurre a algo tan amargo como enviar a los agresores a la cárcel, incluso por lustros de vida. Por este carácter basal de sus fines y de sus castigos suele decirse que el Código Penal es una Constitución en negativo. Y por este carácter basal debe reflexionarse muy bien qué conductas se penan y cuánto. Aquí la confrontación histriónica y las prisas son las peores consejeras.

Parece sin embargo que no nos hemos librado de ninguna de las dos en estos últimos días de parlamentarismo penal. La discusión de las últimas reformas ha sido escasamente deliberativa, pasto de la exageración sobre su contenido y de atragantamiento en sus tiempos y formas. Y con la guinda de la inesperada compañía de la reforma del sistema de elección de los magistrados del Tribunal Constitucional, que le ha birlado el protagonismo que merecía, ya jibarizado por una tramitación atropellada. Mal asunto el de cambiar el Código Penal a través de una proposición de ley inexplicadamente urgente y sin escuchar la voz del poder que venía aplicando las normas que se reforman y que tendrá que aplicar las nuevas.

Y es que en lo que ahora se ha reformado había mucho que pensar. Reparen por ejemplo en el nuevo delito de enriquecimiento injusto, que en esencia envía a prisión de hasta tres años a la autoridad que haya engrosado su patrimonio en más de 250.000 euros sin dar explicación del origen de esta bonanza económica. La atormentada redacción del precepto como delito de desobediencia a los requerimientos para comprobar su justificación no oculta su carácter de delito de sospecha de otro delito no probado. Ciertamente este delito venía sugerido por la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, pero —excusatio non petita— siempre “con sujeción a la Constitución y a los principios fundamentales” de los Estados parte. De hecho, España renunció al mismo ante Naciones Unidas por “incompatible con la presunción de inocencia contenida en el artículo 24 de la Constitución española y su interpretación por parte del Tribunal Constitucional”. Corría el año 2011. Tiempos más garantistas.

Está después la nueva y vieja malversacionita. Vieja, porque se vuelve al sistema que se había abandonado hace dos días, en 2015, cuando se adoptó ambiciosamente un delito de administración desleal del patrimonio público. Lo único importante era que se perjudicaba el patrimonio de todos, que las reglas de la lealtad —a qué y cómo dedicarlo— provenían nada menos que del legislador democrático y que el lobo al que habíamos encomendado las ovejas era una autoridad o un funcionario público, alguien en quien deberíamos especialmente poder confiar. Ahora, en notorio adelgazamiento, el tipo de partida será solo de “apropiación con ánimo de lucro”, frente a la más amplia gestión desleal del patrimonio, y convivirá con una modalidad atenuada de “destino del patrimonio público a usos privados sin ánimo de apropiárselo” (y, por cierto, con la acertada resurrección del viejo y más leve delito de desviación presupuestaria, de aplicación pública diferente a la prevista).

Y llegamos a la no sedición, la madre de la batalla, que era ese “alzamiento público y tumultuario para impedir la aplicación de las leyes” o el ejercicio de las funciones públicas. Vale que se trataba de un delito bastante impreciso, que otorgaba un excesivo margen al juez para elegir la pena y cuya prisión máxima era excesiva, hasta quince años para las autoridades protagonistas de la sedición, teniendo además en cuenta que podía tratarse de conductas excesivas, sí, pero a partir del ejercicio de derechos de participación política. Pero se trataba de precisarlo y de contenerlo, o de ampliar el delito de rebelión a las rebeliones no violentas, y no de dejar ahora el ordenamiento democrático y sobre todo la Constitución, desnudos. Proteger nuestra Ley Fundamental solo frente a comportamientos violentos o intimidatorios es ignorar que su riesgo no proviene hoy de los tejerazos sino más bien de lo que el Código Penal portugués llama “abuso de funciones de soberanía” o de resistencias colectivas contra el esencial orden constitucional como las vividas en Cataluña en el 2017, y cuya calificación como rebelión hubiera sido altamente tentadora para un Tribunal Supremo sin sedición a la que echar mano castigadora.

En fin: lo que quiero decir en este artículo es que todo esto había que pensarlo muy bien, escuchando a todo el mundo y debatiendo todo lo que hubiera que debatir. Lo que viene siendo la tramitación ordinaria de un proyecto de ley. Y quizás había también que haber reparado en el momento de la reforma. La grandeza de la ley democrática radica en su génesis parlamentaria y en su generalidad, en que sea igual para todos. No hay peor virus para un cambio penal que su apariencia de que se hace para favorecer o para perjudicar a grupos o personas concretas. Porque no hay vicio legal peor que la desigualdad en la cárcel.

Juan Antonio Lascuraín es catedrático de Derecho Penal de la Universidad Autónoma de Madrid.

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