Indignaos, luego exigid responsabilidades

La ideología ltraliberal ha convertido en pensamiento convencional la idea de que el Código Penal es el único canon para la evaluación de todas las conductas. Esto es una falsedad interesada. La libertad constituye la clave de bóveda de todo el sistema político, pero esta libertad es la de los particulares para vivir su vida, mientras que los poderes públicos deben, por el contrario, someterse a los principios de Legalidad, Responsabilidad e Interdicción de la Arbitrariedad. (Art. 9.3 de la Constitución Española).

Para quienes ejercen el poder público, desde los más altos cargos hasta el más humilde funcionario, el margen de libertad queda constreñido por el imprescindible «sometimiento pleno a la ley y al derecho» (art.103.1 C.E.) y deberán responder respecto de todo cuanto hagan… y de todo cuanto dejen de hacer.

Hay por tanto, más allá de la penal, otras responsabilidades exigibles, a menos que hayamos llegado a tal grado de desesperación respecto de la catadura moral de los gestores públicos que nos conformemos con que, por lo menos, no cometan delitos.

¿Acaso entre la Fiscalía Anticorrupción y la mera simpatía o antipatía política no hay nada...? Sí que lo hay, aunque el propio legislador haya urdido una maraña normativa capaz de desalentar a cualquiera. Esto se pone de manifiesto con toda su crudeza en nuestros días a cuenta de la retahíla de contratos desmesurados, inversiones disparatadas, la instrumentalización pedestre de las entidades financieras públicas hasta su quiebra, los endeudamientos impagables e injustificables, etcétera.

Pongamos como ejemplo el famoso contrato de Calatrava. Se trata, muy resumidamente, de un contrato para la redacción de un proyecto de urbanización y edificación en la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia, cuyos honorarios superan los 15 millones de euros y cuya realización, según el Informe de la Sindicatura de Cuentas de Valencia del año 2005, no cumplía la normativa urbanística y ni siquiera tenía la disponibilidad de los terrenos. Se trataba, por tanto, de un proyecto manifiestamente inviable, salvo que durante su gestación se lograra torcer lo suficiente la normativa o la voluntad de los decisores y que implicaba un apartamiento absoluto de la legislación de contratos públicos y una burla de los principios de Igualdad y Transparencia.

En estas circunstancias ha sido muy comentado el llamativo escrito mediante el que la fiscal del caso archiva la investigación porque, afirma, «no existe la figura delictiva del derroche del dinero público». Así que, si no hay delito... no hay nada. Yo pienso, dicho sea con todo respeto, que tal conducta tiene acomodo en el artículo 433 del Código Penal: «La autoridad o funcionario público que destinare a usos ajenos a la función pública los caudales o efectos puestos a su cargo por razón de sus funciones, incurrirá en la pena de multa de seis a doce meses, y suspensión de empleo o cargo público por tiempo de seis meses a tres años».

Pero es que, además de las referidas posibilidades de sanción penal, estos y otros comportamientos encajan como un guante en el desconocido concepto de ilícito contable que plantea la responsabilidad pecuniaria del gestor público por los perjuicios económicos que su actuación dolosa o negligente hubiera podido provocar al erario por hechos distintos a los delitos (art.38 de la Ley Orgánica 2/1982, del Tribunal de Cuentas, así como artículos 45 y 46 de la Ley de Funcionamiento del Tribunal de Cuentas). La Jurisdicción Contable del Tribunal de Cuentas, esa desconocida, es competente para dilucidar la responsabilidad de los gestores públicos, cuando de su actuación se deduzcan perjuicios a la Hacienda, como creo que ocurre en este y en otros muchos casos.

Eso sí, alguien debe activarla porque (y sentiría con ello alterar la beatífica existencia de los inquilinos del Palacio de la Calle Fuencarral) para reclamar este tipo de responsabilidad tienen que actuar, para comenzar, las propias administraciones perjudicadas; o los órganos autonómicos de fiscalización; o los fiscales ordinarios; el fiscal del Tribunal de Cuentas e incluso la propia Sociedad Civil (Sindicatos, asociaciones, etcétera) mediante el ejercicio de la Acción Pública.

¿Alguien se anima a algo más que quejarse, o es que estas actitudes quedan reservadas para mentalidades anglosajonas, como creía Max Weber? ¿Pasamos de la indignación a la exigencia de responsabilidad?

Por Rafael Iturriaga Nieva, ex presidente del Tribunal Vasco de Cuentas Públicas.

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