Indolencia y pereza en el IV centenario de Cervantes

Seis meses después de haber tomado posesión de su cargo al frente del Gobierno, Eduardo Dato señalaba, en un prolijo real decreto de la Presidencia del Consejo de Ministros de 22 de abril de 1914, el punto de partida de lo que constituiría para él un objetivo primordial a lo largo de su corto mandato: conmemorar con toda la magnificencia posible el tercer centenario de la muerte de Miguel de Cervantes.

Católico y sentimental -lo de feo no deja de ser una apreciación subjetiva- como el Marqués de Bradomín, para Dato se trataba de convertir la celebración en “una gran fiesta de la humanidad, un gran banquete del espíritu al cual concurran los hombres cultos de todas las nacionalidades y especialmente de la gran familia hispana”.

El presidente tenía “la íntima seguridad de que la Nación no estaría sola” en la realización de un evento destinado a ensalzar “la gloria del más preclaro de sus escritores”, lo que, a su vez, era una razón de peso para no hacernos indolentes ni perezosos sino, bien al contrario, actuar con premura para alcanzar el éxito.

Indolencia y pereza en el IV centenario de CervantesEl propio decreto preveía al efecto la creación de una junta, a cuyo frente estaba él mismo, integrada por los ministros de Estado, Guerra y Marina, Instrucción Pública y Bellas Artes, representantes de la Asociación de Escritores y Artistas, Ateneo de Madrid, Ayuntamiento de Alcalá de Henares, director de la Biblioteca Nacional, entre otros. Se dejaba claro que, de ningún modo, era un organismo honorífico sino que requería la implicación directa de los integrantes.

Contaban para este propósito con la ayuda de un comité ejecutivo del que formaban parte una mujer -la hoy desconocida escritora, crítica literaria y pintora Blanca de los Ríos- y el reputado periodista Mariano de Cavia, cuya vigorosa defensa del tricentenario del Quijote fue convenientemente resaltada por el director de este periódico en su Carta del domingo del día 17.

Además, se enunciaban una serie de medidas -concursos literarios, exposiciones cervantinas, emisión de sellos y monedas conmemorativas en los países hispanohablantes, realización, por suscripción popular, de un monumento a Cervantes estimado en un millón de pesetas de la época y hasta actos religiosos en las Trinitarias, donde está enterrado- entre las que una alcanza importancia singular. Me refiero a la publicación, supervisada por la RAE, de dos ediciones del Quijote: una crítica y documentada y otra, adaptada al lenguaje cotidiano, para ser utilizada en las escuelas. En una España, en teoría, más iletrada que la actual, no se escatimaban medios para llevar las andanzas del hidalgo manchego a todas partes y, sobre todo, potenciar el idioma español por todo el mundo.

A lo largo de 1915, en plena Gran Guerra de la que Dato había preservado la neutralidad del país en la confrontación de las grandes potencias, las medidas fueron concretándose. Desde febrero hasta casi finales de año, las disposiciones periódicas de la Presidencia trasmiten un entusiasmo del que se contagiaron las demás instituciones.

El 23 de abril, por ejemplo, la RAE funda el premio Cervantes, dotado con 10.000 pesetas, y otro más de 2.500 denominado Shakespeare en España, para las traducciones y obras sobre Guillermo Shakespeare, en correspondencia a que “la Academia Británica y el Gobierno del Reino Unido han asociado a esta misma conmemoración (muerte del autor inglés) el nombre de nuestro Miguel de Cervantes”.

A mediados de año, era el ministro de Gracia y Justicia el que convocaba un congreso nacional “para la educación de la juventud rebelde, viciosa y delincuente como contribución al tercer centenario”.  En el preámbulo del  decreto  figuraban como principios inspiradores, al lado de cuestionables teorías modernas, la obra cervantina y la picaresca del Sigo de Oro.

La idea original permanecía inalterable: ensalzamiento de la figura de Cervantes, de la cultura y del idioma común, hecho que no debía perturbar la conflagración. De ahí que si no podían concurrir representantes de las naciones beligerantes, se circunscribiría a los países hispanoamericanos, Filipinas y Brasil; es decir, a aquella “fraternidad” reiteradamente citada hasta entrado el siglo XX, sustituida entonces por el término Latinoamérica.

Paralelamente, se fomentaba la participación interior en todos los planos, intentando interesar en el acontecimiento a toda la población mediante la creación en marzo de juntas provinciales (capitales de provincia) y locales (cabezas de partido judicial) integradas por autoridades civiles y militares, directores de instituto de segunda enseñanza, academias y ateneos, catedráticos de literatura y representantes de las asociaciones de la prensa o, en su defecto, directores de periódico.

A menos de un mes del cese de su primera Jefatura de Gobierno, un último, extenso y cuidado decreto de la Presidencia describía con pulcritud el acto final. Una gran manifestación-desfile de carrozas representando escenas cervantinas y quijotescas, sufragadas todas por las diputaciones provinciales, acompañadas por ciudadanos y ciudadanas vestidas de trajes regionales que debían recorrer las calles de Madrid desde el Retiro hasta Alberto Aguilera, pasando por Génova y Velázquez para retornar al punto de partida.

Sin embargo, ninguna de estas previsiones, salvo las obras ya iniciadas, se realizarían ¿La causa? Un decreto de la nueva Presidencia de Álvaro de Figueroa, en enero de 1916. Siguiendo la inveterada práctica de muchos políticos que abolen todo lo acordado por sus predecesores con independencia de su bondad y eficacia, a menos de dos meses de su toma de posesión el 9 de diciembre anterior, el Conde de Romanones suspendía, provisionalmente, la “gran fiesta de la Nación española” alegando razones de guerra, exactamente las mismas que no habían impedido los planes de quien había declarado la neutralidad. En un país en el que, al menos en lo que a disposiciones gubernamentales se refiere, lo provisional con frecuencia se convierte en definitivo y lo definitivo ni siquiera alcanza el rango de efímero,  equivalía  a postergar el aniversario ad calendas graecas.

Un siglo más tarde, el Gobierno actual no puede incluirse en ninguno de los dos supuestos; ni siquiera en el segundo. La web del cuarto centenario se inicia con una comisión ejecutiva a cuyo frente está la vicepresidenta y los actos -cuya semejanza con los previstos ya en 1914 huelga comentar- apenas tienen proyección doméstica ni en el exterior a pesar de los esfuerzos de sus ejecutores, como ocurre en Alcalá o la Biblioteca Nacional.

Entretanto, un presidente del Gobierno gallego, licenciado en Derecho y de derechas como Dato, aunque considerablemente menos inquieto, sensible y culto, ni estuvo, ni está ni se le espera, a pesar de su confesada “agenda vacía”. Donde su paisano -no obstante la extremadamente compleja situación interna y el peor de los escenarios externos- supo ver la importancia intrínseca de una ocasión excepcional para potenciar la lengua y culturas hispánicas, ahora sólo existe indolencia o pereza. ¡Qué oportunidad perdida para recuperar un prestigio en el que, por cierto, quienes han convertido a España en una mercancía mediante la divulgación interesada de la expresión “marca” es obvio que no creen!

M. Dolores Álvarez es arqueóloga.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *