¿Indulto o separación de poderes?

El Consejo de Ministros del pasado 11 de julio denegó las solicitudes de indulto de siete personas de gran relieve público. Entre ellas, el ex presidente de la Comunidad Balear, Jaume Matas, que ingresó en prisión la semana pasada. Esta decisión del Gobierno devuelve a la actualidad el difícil tema del indulto y su razón de ser en un Estado cuya organización se dice basada en la división de poderes. Sin duda el acuerdo del Gobierno transmite un plausible mensaje de firmeza frente a la corrupción, quizá sincero o quizá sólo inspirado en criterios de oportunidad política. En todo caso, tan incipiente cambio de orientación no puede ocultar la absoluta incontinencia con que este Gobierno y los anteriores, populares y socialistas, han venido haciendo uso de esta institución y las decisiones sorprendentes con que tantas veces han enmendado la plana a los tribunales, invadiendo lo que debería ser el ámbito intraspasable del poder judicial, y además en casos imposibles de comprender para los ciudadanos. Un comentario de ABC de hace unos meses, sobre excesos gubernamentales en la concesión de indultos, parafraseaba a Dostoyevski y titulaba Crimen, castigo... e indulto. No podría expresarlo mejor.

¿Indulto o separación de poderes?El llamado derecho de gracia, tiene significativamente sus raíces en las monarquías absolutas del Antiguo Régimen, aunque es verdad que ha sido acogido y conservado sin reparo por la práctica totalidad de los regímenes modernos, incluidos los republicanos. En España se halla regulado por la Ley de Indulto de 1870 y recogido en el art. 62 de nuestra Constitución. Su teórica razón de ser es la de resolver situaciones excepcionales en las que la aplicación literal de la ley penal, impuesta por el principio de legalidad, pueda conducir a sentencias excesivas o a situaciones injustas. Por ejemplo, personas que por la excesiva duración de su proceso se vean en la tesitura de cumplir su condena muchos años después, cuando se hallan completamente rehabilitados y/o a cargo de situaciones familiares nuevas. O bien los casos de «menudeo» en el tráfico de drogas en que la aplicación de preceptos penales diseñados para atajar un problema de la dimensión del narcotráfico pueda conducir a penas desproporcionadas desde un punto de vista de justicia material, etc. De hecho, el art. 4 del código penal ordena incluso a los jueces y tribunales a dirigirse al Gobierno cuando entiendan que la sentencia que han debido imponer, en aplicación de la ley, pueda traducirse en una situación desproporcionada. Su trámite conlleva en todo caso un informe del tribunal que impuso la condena, y oír a la víctima y a la Fiscalía. Cuando el informe del tribunal es favorable a la concesión del indulto, éste en realidad, aunque lo decida el Gobierno, viene a suponer una cierta extensión de la actuación del tribunal que ha juzgado y, por lo tanto, de una actuación del poder judicial. Pero no siempre es el caso y este informe no vincula al Gobierno.

Mientras en la mayoría de los países de nuestro entorno el indulto se aplica con criterios de excepcionalidad, en España la nota dominante es la prodigalidad. Lo excepcional dio paso hace tiempo a lo general, y casi a la pura rutina.

Por ejemplo, a lo largo de 2013, mientras Francia no concedía ningún indulto y Reino Unido concedía uno, en España se concedieron... 204. Si nos remontamos a años anteriores las cifras igualan o desbordan a éstas. Aunque es verdad que también nos superan ampliamente otros países como Italia o Marruecos, donde se producen indultos y excarcelaciones poco menos que masivas.

En 1988, y bajo el gobierno de Felipe González, se suprimió el único dique de contención (un dique relativo) a ese poder del Gobierno y se eliminó hasta la exigencia de motivar los indultos. En algunas de estas decisiones es imposible no adivinar un trasfondo de motivación, o al menos de afinidad, política y hasta un cierto compañerismo ante la adversidad (do ut des) entre los principales partidos. El Gobierno de Jose María Aznar indultó a los altos cargos socialistas condenados por el asunto GAL. El Gobierno de Jose Luis Rodríguez Zapatero, tras las últimas elecciones generales y cuando se hallaba pendiente del traspaso de poderes al Partido Popular, indultó al destacado banquero don Alfredo Sáez. Fuera de nuestro país, tampoco es raro que el poder político sucumba a las mismas tentaciones. En 1974 el presidente Gerald Ford indultó al ex presidente Richard Nixon por el caso Watergate, que había conmocionado a la opinión pública norteamericana. Y es que, como bien dice el portavoz de Jueces para la Democracia, Joaquim Bosch «el poder siempre se perdona a sí mismo».

Aunque sea ocioso recordarlo, detrás de cada perdón gubernamental hay una o más víctimas que demandaron justicia a los tribunales y que a la hora de la verdad, se quedan sin ella.

En los últimos años, indultos inexplicables han dejado a los españoles literalmente estupefactos. En 2012 cuatro Mossos de dEsquadra condenados por la Audiencia de Barcelona por haber torturado a un inmigrante rumano recibieron un indulto parcial del Gobierno pese al informe contrario del tribunal. Su condena fue reducida por el Gobierno a dos años, con lo que era esperable que pudieran obtener la suspensión de la condena y evitar su ingreso en prisión. Sin embargo la Audiencia ordenó, pese a todo, ejecutar la sentencia, y el Gobierno decidió entonces concederles un segundo indulto, sustituyendo esos dos años de prisión... por una simple multa. Se trataba nada menos que de un delito de torturas y 200 jueces y magistrados firmaron entonces un manifiesto en el que denunciaban sin ambages lo que consideraron, y lo era, una afrenta al poder judicial. Más recientemente, a finales de 2013 saltó a primer plano el caso del indulto al conductor kamikaze condenado a 13 años de prisión por circular en sentido contrario y dar muerte a otro conductor. Una sentencia que se suponía ejemplar, en un momento en que los poderes públicos parecían haber apostado de verdad por la seguridad vial y por la represión penal a los trasgresores de mayor audacia criminal. La opinión pública no podía dar crédito. Tan sinsentido era la decisión que el Tribunal Supremo decidió anular el indulto, invocando su falta de motivación. Pero la realidad es que los indultos ni siquiera necesitan ser motivados y que, en todo caso, el Gobierno puede concederlo de nuevo.

Es un estado de cosas que demanda una profunda revisión. Algún partido de la oposición ha planteado la opción de prohibir los indultos para determinadas clases de delitos, entre ellos los de corrupción. Pero el problema es más hondo. Cuando no hay control al poder -y la facultad de indultar carece de control- antes o después, habrá desviación de poder. Las influencias políticas o las sospechas de que las haya, marcarán y mancharán estos actos de Gobierno. Por ejemplo, en el caso del kamikaze trascendió a los medios de comunicación que el abogado que defendió al beneficiario de tan inexplicable indulto era hermano de un destacado diputado del Partido Popular.

Vivimos en un Estado cuyo Consejo General del Poder Judicial, teóricamente autónomo, tiene en realidad una composición prácticamente «parlamentaria», y en el que la próxima Ley Orgánica del Poder Judicial que prepara el Gobierno anticipa una nueva reducción de los espacios de independencia judicial. En este contexto, la posibilidad de estos usos contra natura del indulto está servida.

No puede admitirse que un poder del Estado neutralice las resoluciones de otro, sin explicar por qué y sin que nadie lo controle. Las decisiones tomadas ahora por el Consejo de Ministros van en buena dirección, pero es la propia concepción del indulto, en un Estado democrático, la que necesita una profunda reflexión.

Diego Cabezuela Sancho es abogado.

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