Indultos y gallinas

En el año 2008, los resultados de un estudio de la Universidad de Harvard confirmaron la tesis (propuesta en 1868 por Thomas Henry Huxley, tras el descubrimiento, de un fósil al que se dio el nombre de Archæopteryx Lithográphica) que sostenía que nuestras domésticas gallinas -como todas las demás aves- son las herederas evolucionadas de aquellos primitivos grandes saurios. Sobrevivieron porque fueron capaces de adaptarse a los sucesivos y a menudo hostiles cambios ambientales. También ha sabido hacerlo el indulto, fósil de los tiempos predemocráticos que -al igual que la Monarquía absoluta con la que tan vinculado está históricamente- ha ido acomodándose a la evolución de los modos de organizar la convivencia política.

En efecto, el monarca omnipotente del Antiguo Régimen acumulaba en su mano la totalidad de los poderes que constituyen el contenido de la Soberanía. Podía legislar a su arbitrio, y nadie podía pedirle cuentas, porque el príncipe no estaba vinculado a las leyes que él podía hacer y deshacer a su antojo. Muchos siglos después, en el anacrónico párrafo segundo del artículo 47 de los Estatutos de FET y de las JONS, todavía se afirmaba sin ambages: «El Jefe responde [sólo] ante Dios y ante la Historia…».

La ejecución pública de las penas, sobre todo de las más atroces, hacía evidente -en palabras de Foucault- «… la disimetría entre el súbdito que ha osado violar la ley, y el soberano omnipotente que ejerce su fuerza» sobre él. La clemencia cumplía una función complementaria. El poder exorbitante se demuestra cuando se ejercita y también cuando se renuncia a ejercitarlo; con un valor añadido: funciona como un eficaz medio de propaganda del príncipe; aumenta el número de sus devotos. La prerrogativa de gracia resulta de este modo muy rentable. Como las gallinas, también pone huevos.

Tal vez por eso, al sobrevenir las formas democráticas de gobierno, la clemencia pasó a manos de sus sucesores evolucionados, sea el monarca parlamentario sea el presidente de la República o el del Gobierno. En España, a los constituyentes de 1812 no se les pasó por la mente eliminar el derecho de gracia ni privar de él al deseado monarca constitucional. No todos participaron de estas ideas. Dos diputados desafinaron del coro mayoritario. Agustín de Argüelles y Álvarez González comprendió lúcidamente que el tratamiento de la prerrogativa regia de la gracia estaba inevitablemente vinculado a los males de la Justicia penal patria. Compartió sus ideas Vicente Tomás Traver, el cual planteó inteligentemente este dilema: «O la ley es necesaria, y en este caso no debe prescindirse de ella, o no, y entonces debe derogarse». Ponía el dedo en la llaga. El indulto no deja de ser, en definitiva, el remiendo de un descosido legal, que termina siendo un incentivo de la indolencia del Poder Legislativo. Ninguno de ambos tuvo el menor éxito. El horno no estaba para bollos.

Los constituyentes de la Gloriosa mantuvieron el poder regio de «…indultar a los delincuentes con arreglo a las leyes», pero lo limitaron doblemente, porque exigieron que el indulto de los ministros condenados por el Senado fuese instado por uno de los cuerpos colegisladores; y que la concesión de amnistías e indultos generales por el rey hubiera de ser autorizada por una ley especial.

Al tramitarse la que luego sería la Ley Provisional estableciendo reglas para el ejercicio de la gracia de indulto [particular], de 18 de junio de 1870, el debate se enturbió porque un sector de las Cortes se resistía a desgajar la clemencia del núcleo de las prerrogativas del rey; aún menos estando «el trono vacante».

Finalmente, el indulto particular quedó como una potestad arbitraria (graciosa) del Estado, sin más límites que los derivados de la necesidad de contar con el perdón del ofendido y de motivar la razón de su dispensa; requisito, este último, que respondía al entendimiento de que quien ejerce un poder exorbitante ha de dar razón atendible de su ejercicio.

El artículo 102 de la Constitución de 1931 dio un giro radical al tratamiento de la clemencia: «Las amnistías sólo podrán ser acordadas por el Parlamento. No se concederán indultos generales. El Tribunal Supremo otorgará los individuales a propuesta del sentenciador, del Fiscal, de la Junta de Prisiones o a petición de parte. En los delitos de extrema gravedad podrá indultar el presidente de la República, previo informe del Tribunal Supremo y a propuesta del Gobierno responsable».

Tras el franquismo, a los padres de la Constitución no pareció preocuparles demasiado este tema. El debate sobre la gracia, sencillamente, no existió. Al Rey correspondería ejercer el derecho de gracia con arreglo a la ley, que no podrá autorizar indultos generales; pero, como los actos del Rey habían de ser refrendados por el presidente del Gobierno y, en su caso, por los ministros competentes, el ejercicio de esa prerrogativa regia quedaba a la postre, en la práctica, en manos del Poder Ejecutivo.

Diez años después, las Cortes volvieron a ocuparse del indulto con ocasión de una reforma de la Ley de 1870, justificada por la necesidad de agilizar la tramitación de las cada vez más numerosas solicitudes de indulto «de equidad». Lo esperable hubiera sido reformar a fondo unas leyes penales cuya aplicación estricta estaba provocando situaciones inicuas que se trataba de paliar mediante un incesante aluvión de peticiones judiciales. Se optó por aligerar la tramitación. Pero la reforma fue mucho más allá.

El artículo 30, que, en su versión original disponía: «La concesión de indultos, cualquiera que sea su clase, se hará en Decreto motivado y acordado en Consejo de Ministros, que se insertará en la Gaceta…», quedó redactado así por la Ley 1/1988, de 14 de enero: «La concesión de los indultos, cualquiera que sea su clase, se hará en Real Decreto que se insertará en el Boletín Oficial del Estado». La omisión de la exigencia de motivación privaba del único mecanismo de prevención contra el riesgo de ejercicio arbitrario, por el Poder Ejecutivo, de una prerrogativa de la que no era titular originario, dándole la oportunidad de servirse de ella a su conveniencia, y sin tener que invocar explícitas razones de equidad o de utilidad pública.

En su Informe de 11 de diciembre del 2012, la Sala Segunda del Tribunal Supremo enfatiza la necesidad de que los indultos expliquen suficientemente la razón de su concesión porque la decisión del Poder Ejecutivo «tiene que estar extramuros de toda arbitrariedad».

Durante la andadura parlamentaria de la Ley de 1988, Bravo Laguna, diputado del Partido Liberal, llegó a cuestionar la constitucionalidad del sistema vigente, que dejaba en definitiva en manos del Gobierno la decisión última sobre el indulto. A su juicio, esto afectaba al criterio de estricta división de poderes, establecido en la Constitución, ya que implicaba la posibilidad de dejar sin efecto una sentencia de los tribunales. Sus palabras cayeron en el vacío. Desde el Grupo Socialista se contestó displicentemente que no era el «momento de discutir sobre la naturaleza del indulto». Y así pasaron los años. Hasta que se revolvieron las aguas cuando, en abril de 2010, se presentó una querella por supuesto delito de prevaricación administrativa contra el presidente Zapatero y el ministro de Justicia Caamaño, tras ser indultadas tres personas condenadas por el delito de acusación falsa.

En el indulto se leía en la querella, no sólo se conmutaban las penas privativas de libertad por la de multa, sino que se dejaban sin efecto «cualesquiera otras consecuencias jurídicas o efectos derivados de la sentencia, incluido cualquier impedimento para ejercer la actividad bancaria». Se trataba de que esos indultados pudieran eludir los efectos negativos de la condena en las posibilidades de reincorporación del condenado a la actividad bancaria. El Ministerio Fiscal interesó el archivo de la querella interpuesta, dado que, en su opinión, los hechos no eran constitutivos de delito; y así lo dispuso el auto de 9 de octubre del 2012, de la Sala Segunda del Supremo. La resolución incluye unas reflexiones incidentales tan duras como acertadas, sobre el indulto: «Herencia del absolutismo, al fin y al cabo, de no fácil encaje, en principio, en un ordenamiento constitucional como el español vigente, presidido por el imperativo de sujeción al derecho de todos los poderes, tanto en el orden procedimental como sustancial de sus actos; y, en consecuencia, por el deber de dar pública cuenta del porqué de los mismos». Pero la Sala, finalmente, no admitió a trámite la querella.

Los magistrados razonan que es cierto que la coletilla final de dos de los Reales Decretos de indulto constituía una manifiesta extralimitación en el ejercicio de la prerrogativa de la gracia, como acaba de sentenciar la Sección Sexta de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo. La medida -explican los magistrados de la de lo Penal- sólo puede afectar, en efecto, «a las penas y no borra la existencia misma de la sentencia condenatoria ni el efecto de ésta consistente en la generación, ex lege, de un antecedente penal, en todo caso, pues, subsistente y resistente al indulto». No obstante, aquellos Reales Decretos «no pudieron hacer desaparecer en ningún caso el supuesto de hecho previsto en el art. 2, 2º del Real Decreto 1245/1995, de 14 de julio y su consecuencia; ni, por ello, interferir en el cometido y la eventual responsabilidad de la autoridad bancaria, que, por tanto, permanecieron incólumes». Se trataría de una forma de delito imposible de prevaricación.

La argumentación produce cierta perplejidad, porque el artículo 404 del vigente Código Penal castiga a la autoridad o funcionario público que, a sabiendas de su injusticia, dictare una resolución arbitraria en un asunto administrativo. La Sala Segunda adelantó a este momento preliminar la fijación del sentido del artículo 404 y consecuentemente truncó en su misma raíz el procedimiento. Sólo queda respetar su respetable criterio.

Pero, a la postre, el Gobierno sigue teniendo en su mano dejar sin efecto una sentencia condenatoria firme -ejercitando por sustitución una prerrogativa regia- sin necesidad de motivar su decisión, en abierta contradicción con el principio de proscripción de la arbitrariedad en la actuación de todos los Poderes Públicos, proclamado por el artículo 9.3 de nuestra vigente Constitución.

Esto nos devuelve finalmente al corral de nuestras domésticas gallinas, porque se extiende cada vez más la sospecha de que pueda resultar que, al igual que en la granja orwelliana, aquí todos seamos iguales pero algunos… más iguales que otros.

Jesús Fernández Entralgo es magistrado de la Audiencia Provincial de Madrid.

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