Inercias y reformas largamente aplazadas

Había alguna persona medianamente informada en España, hace 10 años, que no supiera que la educación en nuestro país era deficiente, que la lentitud y la politización de la justicia eran un escándalo, que los partidos políticos gastaban más de lo que ingresaban legalmente, que muchos Ayuntamientos se estaban endeudando hasta las cejas para financiar proyectos faraónicos a costa de las generaciones futuras y que la gentileza de los notarios al señalar a los compradores de viviendas la cantidad que debía figurar en la escritura y la que se podía pagar aparte, en efectivo, era poco acorde con nuestra aspiración a ser considerados un país europeo serio?

En su Weekend de verano en Nueva York en 1954, ese Josep Pla que se calza una boina para hacerse el inocente y sorprendernos con su socarronería contempla el soberbio skyline de Manhattan con las luces de los rascacielos encendidas y se pregunta: “Y todo esto, ¿quién lo paga?”. La pregunta nos hace sonreír, pero a la vez nos mete de lleno en el meollo de la cuestión. Aquí debimos hacernos la misma pregunta. Esos aeropuertos, esas autopistas, esas campañas electorales, ¿quién los pagaba?

De repente, con la crisis económica mutando en crisis política, parece como si nos cayéramos del guindo y las implicaciones políticas y económicas de tanto derroche y de tantas ineficiencias y corruptelas fueran nuevas. Pero ahí estaban los informes Pisa, señalando tozudamente un año tras otro las carencias de nuestro sistema educativo. No era difícil sacar conclusiones sobre nuestro futuro. Ahí estaban esas antipáticas listas de las 100 mejores universidades del mundo en las que —¿cómo era posible?, qué desvergüenza, tenían que estar amañadas a la fuerza— no aparecía nunca ninguna española.

Muchas recalificaciones de terrenos olían mal. Todos lo sabíamos. Saltaba a la vista que los partidos políticos gastaban mucho dinero, igual que tantos Ayuntamientos y Gobiernos autónomos. Pero todos gastábamos más de lo que teníamos, de modo que no les íbamos a reprochar que hicieran lo mismo. Nos asombraba leer que los jueces dictaban sentencias sobre asuntos acaecidos 10 o 12 años antes. Nos preguntábamos por qué en los países de nuestro entorno un político corrupto o un estafador de altos vuelos podía ser enviado a la cárcel con una sentencia firme en cuestión de meses y aquí los procesos se eternizaban. Pero nos decíamos que lo mejor que se podía hacer con nuestra justicia era evitarla y no pensábamos más en ello.

Éramos conscientes de que un mercado laboral dual con contratos fijos sobreprotegidos y contratos basura sin protección de ningún tipo era, además de injusto, muy ineficiente. Sabíamos que un tsunamidemográfico amenazaba nuestro sistema de pensiones. Había que tener los ojos cerrados para no ver cómo la Administración creaba organismos, agencias, fundaciones y todo tipo de entes con el objeto de desarrollar actividades de naturaleza pública en régimen de derecho privado, para zafarse de las rigideces propias del derecho administrativo y para poder contratar a personas afines sin obstáculos legales. Sabíamos que el omnipresente ¿con IVA o sin IVA? era un cachondeo.

Pero un curioso velo nos impedía sacar las conclusiones lógicas de todo ello. Bastaba con hojear algún periódico con regularidad para comprender que la suma de todos estos factores hacía nuestra prosperidad insostenible. Ahora, cuando leemos Todo lo que era sólido, el esclarecedor ensayo de Muñoz Molina, o Qué hacer con España, con el agudo diagnóstico y las atrevidas propuestas de César Molina, o releemos los artículos de Javier Marías, que también nos lo advirtió, nos llevamos las manos a la cabeza. Pero en realidad, si lo pensamos bien, todos sabíamos lo que estaba ocurriendo.

Y, sin embargo, por una extraña razón —probablemente la misma que entonces nos impidió calibrar el alcance de lo que veíamos—, todavía nos resistimos a admitir que la mayoría de estas ineficiencias persisten y que, a menos que concentremos todas nuestras energías en corregirlas, nuestro futuro se presenta muy problemático. Parece como si todos estos cheques que nos presentan al cobro a la vez los hubiera firmado otro. Seguimos pensando que tiene que haber un error.

No queremos ver que no es únicamente un problema de deuda, de falta de crédito, de una errada política europea de austeridad, y que es mucho lo que podemos hacer si no queremos estar a merced de los vaivenes de la economía mundial. Que no es una cuestión de cifras y de recortes, sino de reformas largamente aplazadas. Que sin un esfuerzo masivo para mejorar nuestro capital humano mediante un sistema educativo que favorezca la innovación y sin un fomento decidido de la investigación, nos será muy difícil competir en el actual mercado globalizado. Que la exasperante lentitud de nuestra justicia es un pesado lastre, además de una lacra decimonónica. Que las disfuncionalidades del mercado de trabajo son poco compatibles con una economía próspera y competitiva. Que, a menos que reformemos muy en serio nuestras Administraciones —la central, las autónomas y las locales—, no le faltará una parte de razón al gracioso que decía que la única diferencia entre los funcionarios y los que no lo son es que los que no lo son trabajan para la Administración sin pasar examen de ingreso. Que la grave crisis de confianza en la clase política exige medidas para incrementar la democracia y la transparencia de nuestros partidos políticos —como están reclamando varios movimientos de la sociedad civil— y, en definitiva, que sin una mejora del funcionamiento de nuestras instituciones va a ser muy difícil que regresemos a la senda del crecimiento y de la prosperidad.

Soy de los que creen que tenemos reservas para hacer frente al descubierto, que nuestro activo en términos de creatividad, de dinamismo y de capacidad de superación compensa con creces el pesado lastre de este pasivo. Se trata de no dejarnos vencer por el fatalismo, de no resignarnos a la idea de que, en realidad, siempre fuimos un país cutre —ese viejo país ineficiente del conocido poema de Jaime Gil de Biedma— y que el esplendor del largo periodo expansivo anterior a la crisis fue un espejismo. Si hoy es posible obtener un pasaporte en media hora, ¿por qué no ha de ser posible crear una empresa y comenzar a contratar gente en menos de una semana? Si tenemos algunas de las mejores escuelas privadas de negocios, del mundo, ¿por qué no podemos tener una universidad pública del mismo nivel?

Es cierto: la suma de estas inercias supone una carga muy onerosa y su superación no es fácil. Hay que enfrentarse a poderosos intereses creados, vencer resistencias muy tenaces. Las reformas necesarias son complejas y los resultados pueden tardar años. Pero cuanto antes nos pongamos, sin engañarnos ni hacernos trampas en el solitario, más fácil será salir a flote. Todas las crisis pasan. Esta también pasará. Sería bueno que saliéramos de ella un poco mejor que como entramos.

Carles Casajuana, exembajador de España en Reino Unido, es diplomático y escritor.

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