Infancia crónica

Si hay algo más más triste que un viejo de 12 años es un adolescente de 70. Pues aún más patético resulta una sociedad presa del culto a la infancia, a la inmadurez, de la fe ciega en la inconsciencia.

La exasperación tecnológica de las sociedades desarrolladas actuales no difiere de otras sociedades tanto en la aceleración de los avances científicos como en el acceso de la población a ellos. Alcanzada por las capas sociales más modestas en las sociedades de la abundancia la universalización del uso de las nuevas tecnologías hasta niveles sin precedentes, se ha llegado al acceso indiscriminado de los dispositivos de última generación a todas las edades. Los grupos de edad, como en las sociedades primitivas pero ahora en un marco antiautoritario, han adquirido el rango de identidad con derechos propios que reivindicar. Es una muestra de la floración de identidades que aplastan los intereses de clase, relegados a una retórica anacrónica que hace invisibles los problemas reales de los que carecen del espectáculo de una épica identitaria a la medida de la tele-realidad.

La idealización de la infancia, por el contrario, ofrece la posibilidad de producir un denso tejido simbólico contra el cual es árido e impopular ofrecer resistencia crítica. La infancia es objeto de idolatría y se exhibe sin pudor en las pantallas digitales. La sobreexposición del ego, propiciado por las redes sociales, revela el narcisismo propio de una sociedad entregada al voluntarismo más infantil. Elevar cada impulso, inquietud o capricho subjetivo a la categoría de derecho político o social (común) que el Estado ha de garantizar es la traslación exacta y catastrófica del reino infantil de los deseos ajeno al principio de realidad hasta el plano de lo político, con problemas reales que no pueden solucionarse cerrando los ojos o tapándose los oídos. Es la pataleta hecha política. Este fenómeno resulta de la confluencia entre la atomización psicologista del ombligo propio como centro del mundo y la pulsión servil del refugio en la masa. Gracias a claves de identificación que exaltan al individuo a fuerza de confundirse en una reconfortante amalgama protectora, los sujetos quedan cosidos a base de etiquetas, dogmas, tópicos, lemas, gestos, clichés, símbolos, indumentaria e iconos repetitivos.

En esa placenta cálida y sobrepotectora, el paso del tiempo es casi imperceptible. El tiempo cíclico de la imaginación y de las creencias es el de la infancia, un tiempo helado, una eternidad ansiada, reconfortante, tanto cuanto ilusoria. La infancia, la locura y el fanatismo cancelan la secuencia temporal, se niegan a arrostrar la podredumbre del tiempo, su carácter irreversible, implacable, obstinado, hosco, y abren simbólicamente un bucle letárgico, onírico, virtual pero potencialmente homicida. El efecto social y político de esta patología que hace crónica la infancia es el triunfo de un hiperpersonalismo voluntarista frente a la racionalidad finita, modesta e impersonal. El subjetivismo más grotesco, un egocentrismo exhibicionista y estéticamente decrépito, sin grandeza, se impone, con una necesidad matemática, a la paciente labor racional de crítica, estudio y toma de decisiones sin la cual la política es una orgía obscena y suicida de sentimentalismos espectaculares elevados a dogmas de fe y enfrentados contra otros coágulos afectivos no menos sagrados para los que los padecen.

La dimensión sacral de la eternidad infantil hace que el juego sea para el niño cuestión de vida o muerte. Por eso se lo toma tan en serio. La burla o el desprecio de lo valioso no es ironía, es debilidad. Le falta aún la distancia de la ironía, del sentido del humor, que es rasgo de la edad adulta y del que el niño, por inmadurez, y el fanático, por cerrazón, carecen. En ese edén transitorio se difumina la frontera entre vida y juego. La inteligencia madura, en cambio, disfruta del juego como un niño gracias a que el que juega sabe, como adulto, que es un juego, una ficción, nada más y nada menos. Sin embargo, cuando el adulto toma sus ensoñaciones, ilusiones o espejismos por verdades juega a ser niño con fuego real. Lleva su paraíso pueril al desierto de lo real, donde todo buen sentimiento es germen para el odio del que no siente lo que siente el yo. Ese infantilismo es patológico, no meramente transitorio o biográfico. Y políticamente homicida. Y estructural, pues corresponde a un ciclo histórico. Las generaciones del principio de siglo en las sociedades opulentas sufren la evaporación del adulto, la inversión de la autoridad paterna, por delegación o ausencia, y la consecuente confusión intergeneracional, como corolario lógico de la condiciones demográficas, económicas, tecnológicas.

El fracaso social y mediático de la lógica más elemental es el síntoma más llamativo de esta infancia perpetua, y se respira en tantos ejemplos actuales que, expuestos hoy en las televisiones y en las redes, muestran el éxito del ruido y la furia, la extravagancia caprichosa y auto-referencial, el desprecio por el conocimiento y por el áspero principio de realidad. Infantes elevados a la categoría de guías espirituales, ancianos vestidos de adolescentes declamando con gran solemnidad tópicos ridículos, actuaciones y atuendos en sede parlamentaria que avergonzarían a un buen alumno de secundaria, jóvenes mimados por el Estado del bienestar entregados a los rituales de paso de la destrucción, alentados y celebrados por presuntos adultos como ejemplos de compromiso cívico. A la vista, el reciente teatro de calles ardiendo y universidades cerradas en Cataluña por una juventud virginal defendiendo, con la ira de la rebeldía más servil, a sus amos y sacrificándose por entelequias metafísicas.

El voluntarismo político, base doctrinal del nacionalsocialismo, no admite ley, sencilla racionalidad objetiva, institucional e histórica, por encima de la voluntad afectiva del pueblo (El triunfo de la voluntad, del Volkgeist), y lleva a elevar una comarca, un folclore y, sobre todo, una lengua, omitiendo sus mutaciones históricas, sus variedades y deformaciones, sus jergas y neologismos, a sagrada realidad inmutable por encima de los sujetos hablantes realmente existentes, soplando como Espíritu a través de ellos. Convertida, bajo la sacralidad de la Cultura, en realidad social y política a través de la implantación institucional bajo condiciones de corrupción impares, consuma una operación de ingeniería social cuyos efectos son abiertamente perceptibles ya. Los sujetos que se identifiquen con ella, no como tecnología de comunicación sino como fuente sagrada de identidad ancestral, ecológica, natural, teológica, se aferrarán a ella por encima de sus necesidades e intereses pragmáticos. Su deseo impulsivo, fijado administrativamente y sufragado vía impuestos a mayor gloria de unas elites corruptas, se aferra a la negación infantil y catastrófica de la precaria realidad material.

En los brazos demagógicos de ese sentimentalismo político, supuración del infante agresivo que el humano es, se niega la noción ilustrada de ciudadanía pretendiendo arrebatar derechos por prurito étnico, lingüístico o ideológico. La infancia se revive en cada liturgia, en cada acto de identificación, en cada ceremonia de autoafirmación. En un artículo de El País del 28 de octubre de 1990 se recogen las máximas del incipiente proyecto nacionalista catalán. Allí puede leerse que el documento propugna la configuración de un sociedad catalana en la que se fomenten las «fiestas populares, tradiciones, costumbres y trasfondo mítico».

Sin el menor escrúpulo ilustrado se apela al mito, al pensamiento mágico, a la infancia de la humanidad, ese residuo de la mentalidad pueril, de la permanencia en la niñez, según expresión de Séneca: «Recuerdas, sin duda, qué gozo tan grande experimentaste cuando, dejada la pretexta, recibiste la toga viril y fuiste conducido al foro; espera alcanzar uno mayor cuando hayas renunciado al espíritu infantil y la filosofía te cuente en el número de los adultos. Pues hasta ahora no perdura en nosotros la infancia, sino un defecto mayor, la mentalidad infantil. Y es esto aún peor, por cuanto poseemos el ascendiente de los viejos, pero los vicios de los muchachos, y no tanto de los muchachos, cuanto de los niños: aquellos temen las cosas insignificantes, éstos las imaginarias; nosotros las unas y las otras».

La toga viril no significa ya nada. La infancia no tiene edad. Se perpetúa inercialmente en las capas más visibles de unas sociedades decrépitas pero satisfechas, moribundas por la dictadura de la felicidad y de la imagen. Se enaltece su esplendor ilusorio, condenado a la extinción casi inmediata. La vejez es poco televisiva, antipática, salvo que se disfrace de alegre muchachada. La glorificación postmoderna de los cuerpos sanos y las mentes desprejuiciadas encarna el sueño de la eterna juventud. Acaso estemos despertando en la pesadilla de la infancia crónica.

José Sánchez Tortosa es doctor en Filosofía, profesor y escritor. Entre otros, es autor de El profesor en la trinchera (La Esfera de los Libros) y El culto pedagógico. Crítica al populismo educativo (Akal).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *