Inflación de calle

La ocupación física de la esfera pública por parte de un actor político para plantear reivindicaciones a las autoridades es un rasgo privativo de las democracias. En las dictaduras los únicos actos de masas de carácter político que se celebran son aquellos teledirigidos desde arriba, claro está que previamente vaciados de toda carga crítica. Siempre dentro del marco de respeto a los valores de libertad y derechos humanos que guían a las sociedades liberales, que sectores de la sociedad civil ocupen la calle para comunicar a las autoridades su opinión sobre un tema que preocupa con especial intensidad o urgencia a un sector de la ciudadanía constituye un ejercicio saludable, una expresión de su nervio cívico. Con estas credenciales, a nadie preocupado por la calidad de la vida democrática debiera inquietarle el discurrir de manifestaciones en las vías públicas de nuestros pueblos y ciudades cuando responden a la vitalidad de una sociedad que interviene activamente y sin mediaciones en su devenir colectivo. Ahora bien: la ocupación masiva y sistemática de la calle, no ya por actores de la sociedad civil que carecen de los recursos necesarios para influir en las autoridades, sino por partidos políticos que disfrutan de acceso a los canales rutinarios para transmitir sus propuestas a las instancias resolutivas de la política, constituye una anomalía preocupante más que un rasgo de salubridad democrática. La proliferación, o parquedad en su caso, de actos de protesta en la calle se erige entonces en un indicador fiable de normalidad democrática, entendiendo por tal la capacidad de las instancias representativas de canalizar y resolver los problemas a los que hacen frente con una intervención esporádica de la presión ciudadana demandante.

Un cariz y valoración distintos adquieren las situaciones, como la española del periodo legislativo en curso, en las que el impugnador recurrente en la calle de la política del Gobierno es el principal partido de la oposición. Se mire como se mire, constituye una desviación en el entorno democrático occidental que el partido que ha ejercido en el pasado inmediato responsabilidades de gobierno y que aspira a desempeñarlas más pronto que tarde se embarque en la impugnación sistemática de la actividad del Gobierno y de parte del entramado institucional. En este contexto, abrazar una política de la movilización permanente denota una singular y peligrosa descreencia en los mecanismos representativos y judiciales por parte de un partido comisionado por el electorado para canalizar su voluntad en las instituciones por la vía deliberativa, pero no, o eso creíamos al menos, por la del número en la calle. La deriva 'movimientista' del Partido Popular durante los últimos años, convocando de forma directa o interpuesta a sus militantes y simpatizantes a expresar en el asfalto su desencuentro absoluto con un amplio abanico de decisiones legal y legítimamente adoptadas, es, pues, una pésima noticia cuando auscultamos la calidad de la vida democrática española.

Pero no sólo la frecuencia, sino el mismo envoltorio de las movilizaciones invitan a la preocupación. Repasemos someramente los principales factores precipitantes de las movilizaciones, siempre reactivas, siempre a la contra, a las que hemos asistido con la anuencia y complicidad incontestable del PP desde que el PSOE tomó las riendas del Gobierno en marzo de 2004: negociación con ETA (impugnada mediante varias convocatorias de manifestaciones), traslado del Archivo de la Guerra Civil de Salamanca a Cataluña, matrimonio homosexual, política hidrológica y concesión de beneficios penitenciarios al etarra De Juana (doblete en quince días con la manifestación del pasado sábado día 10), o el asunto de Navarra. Temas dispares para una vocación y espíritu comunes: desgastar al Gobierno apelando en la calle al sustrato emocional de la población al hilo de temas susceptibles como pocos de escaparse a la discusión racional. Una caracterización concisa de la democracia subraya su vocación por poner la política al alcance de todo el mundo, y ésa es precisamente una de las razones que la engrandece y la hace preferible a otras formas de organización política. Pues bien: dicha disponibilidad requiere con carácter previo domeñar las emociones para que el intercambio argumentativo emerja al primer plano de la controversia pública y protagonice así el proceso deliberativo que mejor define el experimento democrático. Un somero repaso a la historia del siglo XX pone de manifiesto que cuando el miedo, la vergüenza, la rabia, la angustia, el resquemor, el odio u otras emociones se erigen en vectores de la vida política, entonces está sembrada la simiente de una peligrosa deriva de consecuencias impredecibles que, por añadidura, se escapa al control de cualquier instancia individual o colectiva.

Flirtear con la politización de las emociones enrarece y crispa el clima político del momento. Puede, además, y ahora nos adentramos en el terreno de la especulación, que sus efectos adquieran traducción organizativa en un futuro no demasiado lejano cuando el deseable relajo de la inflación de calle agite la disconformidad de quienes ahora acuden entusiastas a las movilizaciones pertrechados de un aparato simbólico digno de épocas pretéritas. Acostumbrado a entender y practicar la política desde la manipulación emocional, desde el arte de la propaganda en el sentido menos noble del término, el riesgo de que este sector estime que ha llegado la hora de converger con Europa también en lo que a oferta electoral de formaciones populistas y de extrema derecha se refiere es un ejercicio especulativo dentro de los límites de lo probable. Lo que durante estos últimos años ha constituido una peculiaridad en el marco occidental, esto es, la hipermovilización instigada por un actor estelar y establecido de la política, bordea el riesgo de derivar en el fin de otra excepcionalidad: la ausencia de una opción política organizada que haga de la defensa de las esencias patrias, con tonalidades diferentes según países, su principal reclamo político. Sólo el tiempo dirá si este pronóstico paradójico tiene visos de realidad. Pero el camino ya está trazado, y no pintan claros precisamente.

Jesús Casquete, profesor de la UPV-EHU y miembro de Bakeaz.