Inflación, el regreso de la peste

No es necesario haber leído las obras teóricas de John Maynard Keynes para conocer, aunque sea aproximadamente, la famosa conclusión de su 'Teoría General'. Escribe, en esencia, que todos los gobiernos dependen, por lo general sin saberlo, de economistas fallecidos hace mucho tiempo cuyos nombres ni siquiera conocen. De hecho, los hombres y mujeres que establecen las políticas económicas nunca han leído a Keynes, Hayek o Milton Friedman, lo que de hecho no les impide aplicar la teoría keynesiana o, en el lado opuesto, la hayeko-friedmaniana.

La actualidad económica mundial es prueba de ello, y la inflación, que hace estragos en todas partes, especialmente en Estados Unidos, es consecuencia de estrategias inspiradas en teorías desconocidas pero interiorizadas; estas teorías son, como escribió Keynes, absolutamente decisivas.

Además, hay que elegir la teoría adecuada. Sin embargo, los europeos se han equivocado y el Gobierno de Joe Biden todavía más: han creído oportuno aplicar la teoría keynesiana, estatista, cuando había que inspirarse en Hayek y Friedman, su discípulo, ambos neoliberales.

¿Qué decía Keynes? Que, en caso de recesión, era necesario relanzar la economía a través de la demanda, es decir, distribuir el poder adquisitivo por medio de subsidios directos o de crédito fácil a tipos bajos. La producción, según Keynes, seguiría necesariamente a la demanda. Con la crisis de la covid, igual que tras la recesión de 2008, los Gobiernos occidentales han adoptado esta estrategia: ayudas directas a los consumidores y créditos a tipo cero. El resultado ha sido lo que habían anunciado Hayek y después Milton Friedman: el estímulo solo conduce a una subida de precios, en absoluto a un aumento de la producción. Es más, ¿cómo podría aumentar cuando faltan materias primas, energía y piezas de repuesto, como microprocesadores? No es la demanda la que falla, sino la oferta.

La subida de precios que resulta de estos errores políticos provoca reivindicaciones salariales que, a su vez, desencadenan una espiral inflacionaria de la que es difícil escapar. Este fenómeno tiene dos explicaciones. La primera se debe a Milton Friedman y es de carácter casi mecánico: el aumento de la cantidad de dinero suministrado por el Estado y por el banco central (Reserva Federal de Estados Unidos y Banco Central Europeo) se refleja en el aumento de los precios, no en el de la producción.

A este «monetarismo» de Friedman, que se ha repetido numerosas veces en la historia, se suma lo que el economista de Chicago Robert Lucas denominó en la década de 1960 anticipación racional. Según esta teoría, los agentes económicos no se dejan engañar por los incentivos gubernamentales, como el crédito gratuito, porque los conocen por experiencias pasadas. Sin ser expertos en economía, los consumidores y productores saben que la creación de dinero conducirá a la inflación y ajustarán su comportamiento, no invirtiendo, sino gastando lo más rápidamente posible.

Una vez más, las teorías de Friedman y Lucas, confirmadas por la experiencia, reducen a la nada las ingenuas propuestas de la Nueva Economía Monetaria, una fantasía surgida recientemente en la izquierda estadounidense. Según esta teoría descabellada, y totalmente acientífica y ahistórica, bastaría que los parlamentos controlaran la emisión de dinero y lo distribuyeran de forma que cubriera todas las necesidades. La cuestión del reembolso de esta gigantesca deuda pública no se plantearía, ya que nadie puede obligar a un Gobierno a pagar. Esta solución mágica, adoptada en parte por Joe Biden, ignora que la deuda pública produce inflación, y que una deuda no reembolsada, como en Argentina, desnaturaliza el dinero.

Sabiendo todo esto, al menos los economistas, sorprende que los gobiernos de Estados Unidos y Europa no lo hayan tenido en cuenta. La razón es sencilla: tienen poca memoria. Como desde la década de 1980 la inflación había desaparecido, gracias a políticas públicas inspiradas en Milton Friedman, se había olvidado. Era cosa del pasado. Si hacemos una comparación con las epidemias, equivaldría a pensar que la viruela ha desaparecido, cuando ha sido la vacunación la que la ha hecho desaparecer; si se deja de vacunar, la enfermedad volverá.

En la década de 1980, la subida de los tipos de interés por parte de los bancos centrales, presididos por discípulos de Friedman, como Paul Volker en Estados Unidos o Jean-Claude Trichet en Europa, provocó que, al reducir la oferta de dinero disponible, desapareciera la inflación. Hoy la única forma de reducir la inflación es aplicar el mismo remedio que en 1980. Los bancos centrales están trabajando en ello. Pero su conversión llega tarde: han esperado a que la inflación se asentara para reaccionar, y ese retraso hará más doloroso el remedio.

Pero, ¿por qué es necesario eliminar la inflación y reducirla a una tasa tolerable del 2%? Porque la inflación es una plaga económica y social. Sustituye la inversión a largo plazo con la especulación financiera a corto plazo. Agrava las desigualdades sociales porque la subida de precios afecta, en proporción a sus gastos, más a los más pobres, que consumen todo lo que ganan, que a los ricos, que colocan sus ingresos al resguardo de la inflación, en bienes inmuebles o en obras de arte. La inflación, por lo tanto, conduce directamente al estancamiento y a la desigualdad: crisis económica y social.

Salir de la espiral inflacionaria en la que nos ha sumido la amnesia de los bancos centrales y de los gobiernos, requiere una gran valentía política. Habrá que explicar la desaparición del crédito a tipos de interés casi nulos y los riesgos de recesión temporal que provocará la subida de los tipos de interés. Gracias a sus cualidades como pedagogo, Ronald Reagan, a principios de la década de 1980, logró que los estadounidenses toleraran esta llamada «cura de austeridad»: la inflación desapareció y el crecimiento comenzó a aumentar nuevamente, pero después de dos años dolorosos para el pueblo estadounidense.

Esta política, calificada en su momento de neoliberal, fue posteriormente adoptada en toda Europa, debido a su éxito comprobado. De momento, el coraje político y la legitimidad moral no son moneda corriente ni en Estados Unidos ni en Europa, por lo que me temo que, en los próximos años, tendremos que vivir con inflación, es decir, vivir mal.

Guy Sorman

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