Influencia S.A.

A la luz de las noticias recientes, el 'lobby' goza de tanta mala fama como de buena salud. No es de extrañar. Una labor basada en la influencia sobre la toma de decisiones públicas, tan antigua como la humanidad, no pierde nunca su hueco en la agenda mediática. Desde que Abraham presentara sus argumentos ante Yahvé para salvar Sodoma y Gomorra, o Moisés intercediera, plagas mediante, para liberar al pueblo de Israel de la dominación egipcia, hasta las recientes actividades de influencia de Qatar y Marruecos sobre miembros del Parlamento Europeo –investigación y prisión incluidas–, el lobby ha formado parte de la dimensión política de la vida política.

También en España hemos asistido en la última semana a un desfile de revelaciones de empresas que se acercaban a diputados socialistas para lograr un trato de favor por parte de los poderes públicos.

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Inmediatamente, en Bruselas y en Madrid, se ha vuelto a hablar de legislar el 'lobby'. No es algo nuevo, la democracia representativa cuando se articula en torno a modelos de «democracia consensual» (Lijphart), donde se entremezclan intereses ideológicos, nacionales y económicos, hace que el sistema sea muy permeable a las influencias de terceros. Sin embargo, en todo el mundo las respuestas jurídicas al 'lobby' llegan siempre de la mano de los escándalos. No se actúa, se reacciona. Y la reacción trae consigo soluciones parciales y a la defensivaque, al evitar ir a la raíz, convierten el ejercicio del 'lobby' en una especie de juego del escondite donde a cada regulación le sigue la búsqueda de fisuras en la misma, en un esfuerzo imposible para una normaque, al tratar de abarcar una realidad discrecional y compleja, como la de la toma de decisiones públicas, ve como el agua se filtra por sus manos y siempre aparece una excepción a la que acogerse.

Así viene ocurriendo desde 1996, cuando Bill Clinton inauguró en Estados Unidos un modelo de regulación centrado en la transparencia a través del registro de 'lobbies', institucionalizando la participación de grupos organizados en la toma de decisiones (Mair) y asumiendo que es la competencia entre ellos la que genera los controles principales. Desde entonces, decenas de países, bajo el liderazgo de la OCDE, han seguido este modelo sin mucho éxito.

Ante la sensación generalizada de su ineficacia, las soluciones se concentran en ampliar la transparencia y el control de aquellos que tratan de influir, en una casuística que tiende al infinito y aumenta la dificultad de acceso a aquellos que adoptan las decisiones. Esta carrera de obstáculos parece dirigida, consciente o inconscientemente, al aislamiento de los decisores públicos como si bajo una supuesta autosuficiencia o aislamiento de influencias externas, debidas o indebidas, fueran a desempeñar mucho mejor su trabajo en beneficio de todos.

Esta nueva visión ilustrada que sustituye al monarca por el funcionario, convive con referencias continuas al pueblo, que, a la luz de los hechos, parece más bien un sermón solo para convencidos. Mientras, aunque pueda resultar paradójico, al aumentar las dificultades de acceso, se elevan las barreras para el ejercicio del 'lobby', y se convierte en algo reservado solo para algunos pocos que cuentan con contactos y recursos para superarlas. Al mismo tiempo los procedimientos consultivos, rutinarios y formalistas, son ignorados por aquellos que buscan influir las decisiones, y la verdadera influencia se desplaza a otros espacios, donde se producen las confrontaciones políticas entre grupos de interés bien organizados, anteponiendo la legitimación funcional a la democrática (Capodifierro).

De ahí la necesidad de articular un marco normativo para que estas relaciones puedan desarrollarse de manera legítima, institucionalizada, y con prevenciones ante el riesgo de que minorías bien organizadas impongan sus agendas en defensa de sus intereses, excluyendo a las mayorías de los procesos ordinarios de toma de decisiones. Así, ante la dificultad de determinar en qué consiste el interés general, «lo que es justo respecto a las cuestiones antropológicas fundamentales» (Benedicto XVI), y aun dentro del margen de discrecionalidad del que gozan por su naturaleza determinados tipos de actos inmunes al control y a la fiscalización de los jueces (García de Enterría), es necesario evitar que la regulación acabe reflejando las preferencias o intereses de los grupos con mayor capacidad de influencia en el legislador. Para lograrlo los procedimientos normativos y de toma de decisiones no pueden aislarse de la sociedad amparados en el principio de legalidad y deben adaptarse a otros principios como el de buen gobierno y el derecho a una buena administración (art. 41.1 y 2, Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea).

Sin cerrar los ojos a la utilización del 'lobby' para llevar a cabo acciones de influencia indebida, es importante elevar un poco más la visión y entender que, en plena crisis de intermediación, la canalización de la intervención de la sociedad en la gestión del ámbito público es el reto más importante que enfrenta hoy la democracia. Su naturaleza de mecanismo informal de participación política, a través del intercambio de información, no puede ocultar que ésta necesita del acceso a los lugares de decisión y la creación de un clima confianza, cuya consecución da lugar a todo tipo de acciones que pueden acabar condicionando de manera ilegitima e ilegal, o simplemente poco democrática, la toma de decisiones públicas.

España, que tras el intento fallido de incluir esta regulación en el texto constitucional no ha conseguido sacarla adelante, tiene la oportunidad de superar este modelo de control y dar un paso más en la configuración del 'lobby' como un instrumento de participación política. Para hacerlo lo primero sería centrarse en las actividades de influencia más que en quiénes las desarrollan y definirlas desde una perspectiva amplia frente a los que plantean limitar la regulación según quiénes las realizan de manera profesional o en defensa de intereses económicos, una distinción, en el fondo, artificial, que ha estado en el origen de la respuesta regulatoria y su fracaso. Además hay que completar las medidas de transparencia obligada para los grupos de presión con otra serie de medidas que afectan a las puertas giratorias, la publicidad de la agenda de los decisores, la huella normativa que registra cada influencia en el proceso de toma de decisiones, o la posibilidad de dar la réplica en procesos de decisión en los que se han registrado otros intentos de incidencia… novedades ya existentes en ordenamientos como el chileno que, además de controlar, pretenden democratizar el 'lobby' como un auténtico ejercicio de participación ciudadana, en el que la posición económica y social no sea un elemento determinante y la administración pueda facilitar esta labor a aquellos que cuentan con menos recursos para realizarla de manera no sólo más eficaz sino también más democrática.

Rafael Rubio Núñez es catedrático de Derecho Constitucional de la Complutense y presidente del Consejo de Transparencia y Participación de la Comunidad de Madrid.

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