Información y deformación del 11-M

La democracia es un milagro demasiado frágil como para estar siempre vanagloriándose de ella, sin prestarle la atención necesaria para que no desfallezca. Y la mejor forma de cuidarla es criticarla, descubrir sus contradicciones y desajustes a medida que va desplegándose con los años. El progreso no radica en la autosatisfacción continua, en las enhorabuenas y los reconocimientos que por doquier pueden lanzarnos, porque es ahí, parapetados tras la alabanza, donde suelen residir los problemas. Malo es que la sociedad caiga en aquel síndrome que Ortega llamaba del «señorito satisfecho», donde todo progreso parece natural, haciendo de la vida un correr inerte, una mansa marea que no lleva a ningún sitio porque todo está en orden, atado y bien atado.

La autocomplacencia mata las civilizaciones porque toda civilización es esfuerzo para vencer las dificultades que la evolución plantea. La civilización es milagro, como la democracia, y no puede abandonarse a la comodidad del punto y final.

Lo ocurrido en los quioscos españoles el pasado viernes, 18 de julio, es de una gravedad considerable, si entendemos nuestro sistema democrático como un frágil edificio que no resiste a la inercia de nuestra propia desgana. Y es eso, desgana o desinterés inducido, lo que destilan algunos titulares de aquel día: 11-M, caso cerrado, El Supremo respalda todos los datos clave de la sentencia del 11-M, Espaldarazo a la sentencia del 11-M...

Sabemos que toda información deforma, porque en el acto mismo de contar lo que ocurre mezclamos opiniones, percepciones particulares, abreviamos o profundizamos, cortamos o alargamos fragmentos de realidad en función de diversas variables: desde nuestra personal interpretación de los hechos a los límites espacio-temporales que impone el medio donde desarrollamos nuestra labor informativa. Pero no conviene que esta subjetividad, intrínseca a cualquier operación narrativa, se convierta en la arbitrariedad del todo vale. Ese punto y final de las dudas que transmiten los titulares anteriores se viene abajo, convirtiéndose en puntos suspensivos, cuando conocemos los números de la sentencia del Supremo, que revoca la condena impuesta por la Audiencia Nacional a cuatro acusados en el sumario del 11-M, absuelve parcialmente a otro, baja la pena a cinco más y dicta una nueva condena, de cuatro años de cárcel, a Antonio Toro. Habida cuenta de este resultado, objetivamente mensurable, lo último que cabe pensar es que «el 11-M es un caso cerrado» porque el Supremo «respalda todos los datos clave de la sentencia» emitida por la Audiencia Nacional el año pasado.

A veces pienso que en España leemos periódicos de la misma manera que vemos el fútbol, con fruición de acérrimo simpatizante, con convencimiento ciego. El peor aficionado es aquél que siempre tiene una disculpa a mano para su equipo, aunque éste lo haya hecho fatal esa temporada. Quien no detecta problemas y vive en la satisfacción continua de ese mundo feliz autoconfirmado acabará abonándose al fracaso y, lo que es más grave, sólo verá en el poliedro de la realidad la cara que siempre ha explorado, aquella con la que se siente a gusto ante todo y pese a todo.

La ciudadanía queda desactivada cuando cree, a pie juntillas, los dogmas de fe que le lanza su periódico de siempre, su televisión preferida. La costumbre de consultar siempre la misma fuente informativa hace que lo dicho en sus páginas se vista de verdad ante nuestros ojos, aunque el marcador de la cancha donde se juega el partido esté cubierto por un velo de mentiras. Vuelve el acérrimo aficionado a gritar a favor de lo que él cree su equipo, y en esa pasión sin razón queda usurpada su propia libertad. El fallecido Carlos Luis Álvarez, ese periodista-filósofo de la Transición que firmaba bajo el pseudónimo de Cándido, explicaba así este síndrome del «fervoroso seguidor» mientras España parecía romperse en dos tras la legalización del PCE: «Todos sabemos lo que pasa en los campos de fútbol con los simpatizantes. La gente que se emociona demasiado, que es muy partidaria, resulta una plaga a la larga, porque usurpa la totalidad del universo (...). El secreto de la libertad es cierta desgana por casi todo. Ése es también el secreto del buen gusto (...). El simpatizante cae en el enajenamiento y pierde la relación inmediata con cuanto le rodea, excepto con aquello que le acerca a su frenesí».

Ningún periódico posee la verdad, pero el que más se acerca a ella es el que, decididamente, la persigue. Porque la verdad -que siempre parte del escepticismo, la duda y esa «desgana» aparente de la que habla Cándido- no es un destino, sino un camino. Decir «he llegado a la verdad» resulta tan pretencioso y fraudulento como afirmar «he llegado al Este», pues al Este -como punto de destino y reposo- nunca se llega, todo lo más caminamos hacia él. Siempre hay un lugar al Este del Este.

La verdad, como los puntos cardinales, es trayectoria, línea a seguir que nos orienta, pero nunca destino inmóvil. Es sendero bifurcado, pero no instante que se congela en el tiempo a la espera de que un explorador rompa su letargo. Por eso los más alejados de la verdad son los que mantienen una posición inerte, arrastrados por la corriente de las seguridades nunca puestas en duda, amarrados al dique seco de su sectaria autocomplacencia.

Quien no busca niega la verdad, que es precisamente indagación surgida de la insatisfacción. Porque ni moral ni intelectualmente puede satisfacernos esta explicación del 11-M que ofrece sólo tres responsables directos de la matanza: un minero asturiano y confidente de la policía (Trashorras), que suministró los explosivos; un delincuente común marroquí (El Gnaoui), que los transportó desde Asturias hasta Madrid y otro marroquí -sin antecedentes penales ni conexión con redes islamistas (Jamal Zougham)- que colocó las bombas en los trenes. El resto de personas señaladas por la Justicia han sido condenadas por otros delitos, desde falsedad documental hasta tráfico de explosivos o pertenencia a banda armada, pero no por haber participado directamente en la comisión del atentado.

Trashorras, El Gnaoui y Zougham son el trío de la muerte y Leganés la coartada perfecta que completa esta tomadura de pelo, porque según afirma la versión oficial del 11-M el resto de autores materiales del atentado murieron inmolados en aquel piso acordonado por la Policía que sólo estalló cuando la zona había sido desalojada, en lo que supone un acto de inusitada generosidad por parte de unos terroristas islámicos. Después vino la misteriosa exhumación, y posterior incendio, de los restos del GEO Torronteras, muerto en la explosión de Leganés; o la no menos «sorprendente» (sic Tribunal Supremo) decisión judicial de que los trenes fueran desguazados y lavados con acetona nada más producirse el atentado, lo cual dificultaba sobremanera la obtención de pruebas firmes que definieran el tipo de explosivo utilizado.

Y cuando la lógica descubre tantos agujeros negros, un manto de seguridades y puntos finales se lanza desde aquellos medios que se autoproclaman defensores de la democracia y sus instituciones. A la democracia no se la defiende con dogmas sino con firmes autocríticas que la mejoren. El pasado viernes fue un día perfecto para tomar la temperatura, vía prensa escrita, de nuestra democracia. Cualquiera que comprara más de un periódico, y no el que siempre lee / cree, se daría cuenta de que muchos prefirieron cerrar con punto y final lo que es un proceso aún lleno de dudas y puntos suspensivos. Frente a las 10 páginas de EL MUNDO, una media de dos le dedica la mayoría de la prensa escrita nacional. Nunca el papel utilizado fue tan definitorio para calibrar quién ve aún la verdad como un sendero y quién la observa, segura y conquistada, como instante congelado e intocable. Pese a que el propio Tribunal Supremo afirma en su sentencia que la célula terrorista responsable del 11-M era diferente e independiente de Al Qaeda, los periódicos que veían en el atentado de Madrid una represalia de este grupo terrorista por la intervención de España en la Guerra de Irak aún no han dado marcha atrás, pedido disculpas o matizado su falaz afirmación.

Poca calidad tiene una democracia cuando la mayoría de sus periódicos parecen los «señoritos satisfechos» que denunciaba Ortega, aferrados tanto a su verdad que desacreditan a todos los que ponen en solfa sus dogmas. No podemos conformarnos con unas verdades oficiales que no resisten al envite de la lógica. Pero si la propaganda llegara a marearnos tanto que estuviéramos a punto de caer en un dulce, pero gravísimo, sopor estival, llegaría el momento de recuperar aquella llamada -entre clarividente y desencantada- de Ortega y Gasset: la forma más contradictoria de la vida humana es «el señorito satisfecho». Por eso, cuando se hace figura predominante, es preciso dar la voz de alarma y anunciar que la vida se halla amenazada de degeneración.

Alfonso Pinilla es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Extremadura.

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