Infraestructuras: más iniciativa privada y mejor sector público

Las infraestructuras tienen características que complican su provisión directa en el mercado, haciendo necesaria una implicación directa del sector público en su construcción y funcionamiento, e indirecta, mediante contratos de participación público-privada. Su mitificación social ha favorecido una visión distorsionada según la cual, invertir en grandes proyectos de obra pública siempre es bueno y las deficiencias se pueden resolver con más presencia privada.

La participación privada ha ido creciendo progresivamente en el ámbito de las infraestructuras, haciendo posible la financiación de nuevos proyectos a pesar de las restricciones presupuestarias del sector público. Los procesos de privatización se han saldado con éxito desigual, poniendo de manifiesto que los distintos agentes sociales persiguen objetivos en conflicto; que el monopolio de los operadores privados crea un alto riesgo de explotación de los usuarios (y de los contribuyentes); y que la participación privada no ha evitado la construcción de megaproyectos de dudosa rentabilidad social.

La evaluación económica de las nuevas construcciones y el diseño de los contratos para la participación privada, así como la regulación basada en el reconocimiento de las asimetrías de información, son herramientas que el sector público ha de utilizar en beneficio del interés general. La participación privada no debe contemplarse sólo como una manera de obtener financiación extrapresupuestaria, sino como una posibilidad de aumentar la eficiencia y evitar la construcción de obras de dudoso beneficio para la economía y la sociedad. Construir nuevas infraestructuras y aumentar la inversión privada no son fines en sí mismos, sino medios para un mismo fin: la mejora del nivel de vida de la población.

Juzgar los proyectos y la participación privada en función de su contribución al crecimiento económico evita discusiones estériles sobre los grandes planes de inversión y sobre qué papel debe desempeñar en ellos la iniciativa privada. El reparto de papeles en la construcción, explotación y regulación de las infraestructuras es hoy mucho más claro después de décadas de monopolios públicos, algunas privatizaciones con éxito y otras más que discutibles, y cierta experiencia internacional en la nueva regulación económica, basada en el conflicto de intereses entre los distintos agentes sociales y en las asimetrías
de información existentes en el mundo real.

Una privatización no aumenta necesariamente el bienestar social; de igual manera, un contrato de concesión puede estar diseñado en beneficio de usuarios y contribuyentes o en el de los operadores privados. Para que sirva al interés general, la iniciativa privada no debe recibir más garantías que las imprescindibles. Traspasar esa frontera, cubriendo riesgos a los que el sector privado puede hacer frente con mayor eficiencia, elimina incentivos para conseguir producir con menores costes, y al mismo tiempo favorece la construcción de obras faraónicas o “elefantes blancos” (Un “elefante blanco” es una construcción de dudoso, o nulo, valor social, cuyos costes son muy superiores a sus beneficios. Para el origen del término véase http://en.wikipedia.org/wiki/White_elephant).

Pensar en el Gobierno como un ente benevolente, perfectamente informado, que siempre actúa en beneficio del interés general es como mínimo ingenuo. Los Gobiernos tienen su propia agenda, marcada por los cortos periodos de tiempo entre elecciones, y los funcionarios públicos persiguen, como el resto de individuos, su propio interés. Esto quiere decir que la regulación de las empresas privadas tiene que ser precisa y transparente y no sujeta a más discrecionalidad que la mínima imprescindible. El comportamiento oportunista del Gobierno eleva el riesgo de las empresas privadas y los costes
de las infraestructuras.

La normativa tiene que ser muy clara: las instituciones de regulación deben ser independientes de las empresas por razones obvias, y del Gobierno, para escapar a las presiones que el sector público recibirá de los usuarios y de las empresas operadoras.

El organismo regulador debe ser técnicamente solvente, con autonomía financiera y objetivos bien definidos. Si el marco regulador está diseñado de manera óptima y el Poder Judicial funciona razonablemente bien, la participación privada en las infraestructuras aumentará el bienestar social.

En relación con la inversión en infraestructuras, hay que defender una evaluación económica rigurosa de los proyectos, que debe ser puesta a disposición del público para, por un lado, facilitar que cualquier agente social replique el análisis y pueda discutir sobre la validez del trabajo y, por otro, situar el debate social sobre bases firmes y no sobre elucubraciones acerca de los efectos beneficiosos que se obtendrían al ejecutar el proyecto. También hay que examinar los incentivos actuales en las leyes y políticas de ayudas y subvenciones para aumentar la probabilidad de que los planes aprobados
sean los mejores, tomando como referencia el bienestar social.

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Ginés de Rus Mendoza, departamento de Análisis Económico Aplicado de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria.