Infraestructuras: pasado y futuro

Como su nombre indica, las infraestructuras subyacen bajo todo. Sostienen y hacen posible. Son la planimetría del mapa socioeconómico. Reflejan el modelo de sociedad que las ha levantado y, retroactivamente, condicionan su funcionamiento. Son la expresión espacial de la fisiología social. Las zonas del mundo de mayor densidad ferroviaria, además del núcleo duro de Europa, EEUU y el Japón, son la India, Argentina, Australia y Suráfrica. O sea, áreas de influencia británica: el imperio y su circunstancia, basados en la explotación extractiva, necesitaban una red de ferrocarriles. De igual modo, las concepciones del sistema productivo y de la forma de vivir priorizan unas infraestructuras u otras. La cuestión es: ¿para prolongar el pasado o para acoger el futuro?

La energía y el cambio climático son la piedra de toque. No acaban de ser los temas estrella porque el ruido mediático y la farsa financiera acaparan la atención, pero son las cuestiones realmente neurálgicas. Sin energía, todo se para; con el régimen climático trastornado, todo se altera gravemente. De ahí que las infraestructuras del futuro deban orientarse a superar ambos retos. De momento, tienden a convertirlos en problema. Hay incluso quienes las ven solo como manera de crear ocupación, un disparate (económico, no ambiental, aunque también).

Joseph Bruce Ismay, presidente de la White Star Line, ordenó a Edward John Smith, capitán del Titanic, que se dejara de icebergs y se centrara en el barco, como él lo hacía en la compañía. La misma ciega actitud de quienes disocian la energía y el cambio climático de autopistas, ferrocarriles, aeropuertos o depuradoras. Avanzan, entusiasmados, derechos al naufragio. Una tonelada de hormigón son 100 kilos de CO2; una de acero, 3.000. El costo energético de cada pasajero/kilómetro es distinto sobre vías que sobre asfalto. Hay que hacer números antes de proyectar y construir. El Titanic se hundió y la White Star fue de mal en peor. Lo importante era la navegación, no la naviera.

Pronto habrá que construir infraestructuras para hacer frente a según qué disfunciones causadas por el cambio climático, por ejemplo para proteger el litoral de una probable subida del nivel del mar. U otras para redireccionar el raudal de CO2, que quizá confinaremos en yacimientos petrolíferos agotados o en acuíferos salinos profundos, tras conducirlo por gasoductos polivalentes y reversibles por los que, alternativamente, también discurrirá metano y quién sabe si hidrógeno. Como quiera que sea, habrá que reconcebir muchas de las actuales infraestructuras convencionales, como depuradoras que rescaten y regeneren agua, en lugar de tan solo retener fangos. Entre otras cosas porque, en latitudes medias como la nuestra, la pluviosidad tenderá a menguar. ¿Qué sentido tiene hacer hoy para el siglo XXI canales de riego como los del siglo XIX? Deberíamos pensar más en infraestructuras para gestionar prudentemente la demanda que para garantizar ilusoriamente ofertas imposibles.

También habrá que rejerarquizar las redes de carreteras y ferrocarriles, pensarlas para transportar otras cosas y de forma distinta mediante vehículos diferentes y sin motores de explosión, porque como muy bien no se cansa de repetir Joan Majó, exministro de Industria, el ciclo de Carnot condena a los motores térmicos a la más lamentable de las ineficiencias (solo un 15% de la energía del petróleo a pie de yacimiento genera trabajo físico en el árbol de transmisión). La electricidad se perfila como el vector energético por antonomasia, bastará con que la automoción, que se lleva el 40% de toda la energía primaria consumida (el 95% del petróleo), se electrifique. La propia red de recarga será una nueva infraestructura. Lógicamente, se precisarán más líneas de transporte eléctrico. O más centros de generación distribuida, si las economías de escala lo permiten. Y más instalaciones para capturar energías libres. Tal vez más centrales nucleares, lo que me inquieta. Habría que ir pensando en todo ello. O mejor: habría que irlo proyectando.

Contrariando voluntades retrógradas, eso sí. Aún son mayoría. En la democratizada sociedad del conocimiento, paradójicamente, el saber de los expertos se minusvalora ante la opinión general (que cree saber lo que puede querer y exigir). Los expertos ya no tendrán que ilustrar a las autoridades, sino convencer a la gente. Los mecanismos de comunicación auténtica, de verdad participativos, y más todavía los de corresponsabilización, serán básicos. Es lo contrario del despotismo del que venimos o de la demagogia populista en que nos hallamos.

Antón Costas se refiere a menudo al pensamiento de Henri de Saint-Simon, reacio a reducir el gobierno de los humanos a la administración de las cosas. Construir infraestructuras y luego pensarlas sería la pobre condición que Saint-Simon combatía avant la lettre, ya antes de que la revolución industrial comenzara a hundirse en el lodazal de instrumentos confundidos con finalidades. Hoy, en él estamos de lleno.

Ramon Folch, socioecólogo. Director general de ERF.