Ingenuos contra sutiles

Por Cándido (ABC, 11/02/04):

El caso de Josep Lluis Carod-Rovira se ve cada vez más como un fruto que ha envenenado las relaciones de los gobernantes catalanes, es decir, del tripartito, y que ha envenenado también las relaciones entre los socialistas situando al PSOE ante un horizonte electoral inquietante. En lo que toca a la política el hacer las cosas a destiempo es mortal. La respuesta de Pasqual Maragall al desmán fue un cúmulo de imprecisiones lanzadas contra el sentido común y al margen de los acontecimientos. La realidad ha sido expoliada en nombre del poder. Todo ha sido impuro en ese episodio. Creo que fue Maragall quien inauguró la tesis de la «ingenuidad» de Carod-Rovira. Cioran dice lo siguiente: «Un político ingenuo es una catástrofe para su país. Los políticos mediocres son ingenuos que se hacen ilusiones y eso tiene consecuencias nefastas. Si el político es ingenuo, es peligroso». Pero lo de Carod, ¿es ingenuidad? ¿Es ingenuidad que el secretario general de Esquerra Republicana y conseller en cap, nada menos, se entrevistase con dirigentes de ETA? Y sobre todo, ¿se puede ser ingenuo dos veces sobre lo mismo? Porque este señor lo intentó ya en el año 2001. De manera que si eres ingenuo dos veces sobre lo mismo o bien pasas a ser un tonto primordial o realmente no eres ingenuo, sino fanático.

Sospecho que Carod-Rovira acabará asfixiado por su provincianismo, pero mientras se mantengan las condiciones electorales que le han convertido en árbitro de la estabilidad gubernamental en Cataluña, las explicacionescircunstanciales se darán en público y las grandes verdades se darán a espaldas de Maragall y Maragall a sus propias espaldas. El fanático suele suplantar al creyente porque imagina que el creyente cree poco. Al ser el fanático rotundo y abrasador y mezclar de continuo el gemido y la imprecación, parece que su opinión se fragua en la verdad, que por eso mismo considera infrangible, cuando sabemos que la verdad es verdad porque se deja modificar en parte. Al contrario que en «Proverbios» (8,14) que dice, «Yo soy la inteligencia, mía es la fuerza», Carod parece haber dicho, mía es la fuerza, yo soy la inteligencia. Y se lanza a convertir a los terroristas de ETA en guardaespaldas de Cataluña. Esta ofensa infringida a los catalanes que nunca, en cuanto pueblo, practicaron la política del egoísmo, no parece que sea ingenuidad alguna sino aturdimiento en el mejor de los casos. Pues el fondo de la cuestión no es que Carod intentase apartar el peligro terrorista de Cataluña, sino que en virtud de la fatalidad misma de los hechos lo que parecía querer, aún sin proponérselo, era el desplazar ese peligro fuera de Cataluña y no el fin del terrorismo.

La siguiente deducción es que para Carod, Cataluña es lo que no es España. No es tanto, como se ha dicho, que «España no nos quiere como somos», sino que él no quiere ser español. Es catalán porque no quiere ser español. Se define mediante una negación. La pregunta «de qué nos sirve» formar parte de España sitúa a Carod moviéndose en el campo de los utensilios, del instrumentalismo, que es la interpretación soez del utilitarismo. Esto que escribo no busca fin político alguno y quiere quedar lejos de las ideologías, esas ideas congeladas en el momento menos interesante de su trayectoria, sino que trata de penetrar en esa concavidad retumbante del éxtasis de Carod, el cual desborda la tradición adentrándose con vehemencia de catecúmeno nacionalista en un predio muy labrado ya por la inteligencia, la prudencia y la paciencia. De repente Carod propone el desequilibrio no ya dentro de la coalición a la que pertenece, aunque sería más cierto decir que la coalición le pertenece a él, sino también en la historia reciente que desembocó en la Constitución por el delta de la transición. El concepto de autonomía sin el acompañante de la solidaridad lleva al de autarquía y éste al de independencia, pero lo imaginativo y útil de la autonomía descrita por la Constitución que la disparó estriba en que la bala se detenga antes de cubrir toda la distancia posible. Es una conclusión abstracta y sorprendente que se ha revelado como la más práctica de todas desde que hay Constituciones en España. Por eso fue confiada a los sutiles y no a los ingenuos. Pero Carod, que es ingenuo, no es sutil, es imposible considerar sutil un tractor, más aún si le vemos arrasar con espantosa irreverencia lo que corre el riesgo de ser un museo de figuras de cera.

La Constitución de 1978, fuera de confundir la historia con la mecánica y la armonía con la simetría, vino a poner de manifiesto, por lo demás con muy buenas maneras, que los nacionalismos, en origen liberales y progresistas porque arrancaban de la fresca historia de la Edad Media, pasaron a ser conservadores y reaccionarios mientras el Estado iba haciéndose cada vez más progresista y liberal. Esta ha sido la gran lección silenciosa de la Constitución de 1978. Los nacionalismos efervescentes son como las abejas, procuran extraer del Estado todo el néctar político existente hasta convertirlo en el Estado Cero. El paso siguiente es reconstruirse como Estado reproduciendo precisamente los defectos del Estado que destruyeron. Incluso con ministro de Asuntos Exteriores y todo. Por descontado que en ese empeño (la madurez lo es todo) gastaron su inteligencia y su pasión, bien que por mejores caminos que Carod, hombres de fuste, pero nunca confundieron el paso hacia adelante con la cabriola, nunca se presentaron como saltimbanquis o, si la palabra es dura, como acróbatas del oportunismo, porque a Carod le ha faltado tiempo para dar la campanada cuando Maragall aún tenía la cabeza dentro de la campana, de forma que al verla allí la usó como badajo. Hay aquí una consideración impaciente, casi alocada, romántica, del tiempo, a pesar de que la sensación que arroja Carod es la del pausado burgués que sale en los cuentos de Rusiñol y en las novelas de Ignacio Agustí, aposentado siempre en la paciencia avizor. En este sentido es significativa, por ejemplo, la debelación del héroe romántico a la que Jordi Pujol se somete, hablando de sí mismo: «... mi vida, desde la infancia, fue marcada por un modo de vivir muy propio de la burguesía catalana... Con la perspectiva del tiempo, he de agradecer el haber tenido, incluso, un estilo de vida bastante menestral, muy basado en el esfuerzo, no basado en las apariencias sino en las realidades...».

Resuena en el fondo un tenue desencanto. Sobre todo si Pujol llama apariencias a los sueños, a los de ese «peregrino por la historia en busca de un Canaán que él solo se ha prometido a sí mismo y que nunca ha de encontrar», como dijo Azaña en 1931 para negar que fuera así, pero diciéndolo de un modo tan melancólico y penetrante que hace grandioso ese peregrinar por la historia. No es el caso de Carod, que a cada paso que da en la peregrinación da dos dentro de las botas, ingenuamente, para dejar atrás a Maragall.