Inglaterra

No es que los españoles seamos expertos en la historia de otros países, reducida generalmente a lugares comunes: «cabezas cuadradas», los alemanes; «superficiales», los franceses; «cobardes», los italianos; «hijos de perra», los ingleses, y así sucesivamente. Incluso nuestra propia historia solemos conocerla a base de interpretaciones partidistas, que nos llevan al enfrentamiento continuo. Es uno de nuestros mayores fallos, aunque también hay que decir que no exclusivo español, ya que la historia ha venido siendo, más que una ciencia, un arma arrojadiza, que a menudo se ha vuelto contra quien la arrojó. Tal vez en el pasado, con las naciones como protagonistas de la historia, pudo tener sentido. Pero metidos en un proceso irreversible de globalización, tal interpretación resulta no ya anacrónica, sino más peligrosa que nunca, y tenemos ejemplos de ello a diario. Sin ir más lejos: los errores que están cometiendo Occidente en general y Estados Unidos en particular en el mundo árabe, con muchos miles de muertos por ambas partes. Todo por dejarse llevar por los lugares comunes y no conocer la verdadera historia de aquellos países.

Algo parecido nos ocurre en Europa, que la estamos construyendo sin apenas conocernos. Razón de que me proponga hablarles en sucesivas Terceras de las naciones europeas que conozco de primera mano, ya que el retrato que hizo de ellas en estas mismas páginas Julio Camba hace casi un siglo, aunque certero en su fondo, ha quedado desbordado por los acontecimientos en muchos aspectos. Y voy a empezar por la que nos es más opuesta: Inglaterra, hoy llamada Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte.

Pocos tendrán más admiración por la cultura, las maneras, la política, la inventiva y la práctica británica que éste que escribe. A fin de cuentas, Newton y Darwin están en el pórtico de la Edad Moderna. Tanto es así que lo que podríamos llamar sus vicios, tan grandes como sus virtudes, ni me indignan ni me extrañan. Son así, como nosotros somos de esta manera, y no hay forma de cambiarnos, al menos a corto plazo.

Inglaterra —escribió Camba— es un barco movido por el carbón de sus minas y las máquinas de sus fábricas. Le faltó añadir: con una tripulación que considera la mar su elemento natural, perteneciéndoles cuanto hay en ella junto a sus costas. Es como hizo almirantes a sus corsarios, como derrotó a países mucho mayores y logró montar desde su pequeñez uno de los mayores imperios de la historia, restos del cual aún conserva. ¿Cómo lo consiguió? Pues uniendo la inteligencia con la práctica. Aunque inventores del «fair play», del juego limpio, los ingleses sólo lo han practicado entre ellos, nunca con los demás. Con los demás la política británica se ha regido siempre por la máxima «No existen ideologías, existen sólo intereses». Intereses británicos, naturalmente. Lo que en tiempos en que no existía un derecho internacional podía valer. Luego, no tanto, y hoy resulta inaceptable.

La primera en sufrirlo fue Irlanda. La Historia de Irlanda es una historia de ocupación, opresión y saqueo continuado por parte de la gran isla vecina, algo que se ha mantenido hasta ayer como quien dice. El cartel en algunas pensiones londinenses «No se admiten perros ni irlandeses» hablaba por sí mismo. Respecto a Europa, su actitud se basó en dos principios: impedir su unión e ir siempre contra la nación continental más poderosa en cada momento: España, Francia, el Imperio Austro-húngaro, Alemania, por ese orden, apoyándose en pequeños estados periféricos (Portugal, Holanda, Dinamarca) y aliándose con otros grandes para alcanzar los citados objetivos. E incluso cuando no ha tenido más remedio que integrarse en una Europa camino de su unificación, lo ha hecho con todo tipo de renuencias, no adoptando el euro y marcando distancias, incluso hoy.

Respecto al resto del mundo, la política británica ha sido la de un capitán en el puente de su barco (mercante o de guerra). Le ha interesado sobre todo mantener abiertas las rutas marítimas y asegurarse los puntos estratégicos en las costas para garantizarlo. Sin andarse con remilgos en cuanto a medios. Suez, Malta, Menorca, Gibraltar, Hong Kong, Ciudad del Cabo, fueron los principales de ellos, junto a las Malvinas en el Atlántico Sur. La mayoría de ellos los ha perdido, pero sólo cuando no le quedó otro remedio. Mientras pudo, los retuvo. A este respecto es reveladora la anécdota de Margaret Thatcher con el sucesor de Mao, el pequeño gran Deng Xiaoping. Trataba la «dama de hierro» de retener de alguna manera Hong Kong, cuando su interlocutor la interrumpió para apuntar hacia el teléfono que había en la mesita adjunta. «Usted sabe muy bien, señora, que bastaría que yo apretase ese botón para que Hong Kong fuese tomada por las divisiones que la rodean antes de que acabase nuestra conversación». Con lo que se acabó el asunto. Lejos quedaban los tiempos en que los «premiers» de la Reina Victoria despachaban sus cañoneras por el río Amarillo para mantener abierto el comercio del opio. Quiero decir que los ingleses sólo hay una cosa que respetan: la fuerza. La misma fuerza que aplicaron contra Argentina para recuperar las Malvinas —apoyados logísticamente por los norteamericanos—, aunque Reagan, cuando la «premier» le pidió ese apoyo, mostró su sorpresa por el empeño en «retener ese pequeño pedazo de tierra allá abajo». Alguien que les conocía bien, el conde de Gondomar, embajador ante la Corte de St. James, escribía a su Rey, Felipe III: «A los ingleses, metralla, y donde más les duela».

Nada de esto, repito, disminuye mi admiración por ese pueblo que se crece ante la adversidad, ha rechazado todos los intentos de invasión y ha sabido defender sus intereses en el mundo como ninguno, al tiempo que creaba una cultura muy propia y una lengua universal, aunque buena parte de su mejor literatura la hayan escrito, paradójicamente, los irlandeses.

Su gran problema hoy es si podrán mantener su bien más preciado, la «insularidad», en el mundo globalizado hacia el que vamos, algo cada vez más difícil. Incluso la monarquía, su institución más reverenciada, ya no es la que era, por no hablar de las fisuras territoriales que se aprecian en el hasta ahora roqueño «Reino Unido», que advierten no es inmune al paso del tiempo.

Pero yo me contentaría con que los españoles tuviéramos algo de su dureza, perseverancia y realismo. Pues mucho me temo que, de continuar las cosas como van, llegará el día en el que a Inglaterra sólo le quede una colonia, Gibraltar, del que van a cumplirse los 300 años de nuestra cesión. Algo que dice muy poco de nosotros. Pero ésa es otra historia.

José María Carrascal, periodista.

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