Ingleses tontos, españoles listos

Como veterano historiador económico, quien esto escribe tiene una profunda admiración por Inglaterra y por el Reino Unido en su conjunto. Es casi consustancial a la profesión. Los británicos inventaron tanto la economía como la historia económica; las inventaron y las hicieron. Gran Bretaña es la cuna de la Revolución industrial, de los grandes descubridores en los orígenes heroicos del desarrollo económico, de las máquinas de hilar y tejer, de las distintas versiones de la máquina de vapor, de los altos hornos al coque, del ferrocarril, de las primeras carreteras pavimentadas... Es también la cuna del parlamentarismo, de la monarquía constitucional, del liberalismo y del socialismo, del sistema fabril, de las primeras leyes de protección al trabajo, etc. Podríamos continuar en el campo de la ciencia con Newton, Halley, Priestley, Harvey, Boyle, y tantos otros, pero vamos a dejarlo para no abrumar y aburrir al lector.

La sabiduría política inglesa es también proverbial: no sólo crearon el parlamentarismo, sino la hoy tan ponderada y disputada socialdemocracia (los Fabianos). Y así desde el siglo XVII hasta el XXI. Y, sin embargo, acabamos de ver a los admirados y admirables ingleses (no necesariamente a todos los británicos) meter la pata política hasta la cintura, con un primer ministro que creía que su país debía seguir en la Unión Europea y en vista de ello convocó un referéndum para ver si el público quería salir. Y no se le ocurrió que una decisión de tal envergadura hubiera necesitado algo más que una mayoría simple; y un electorado chovinista que se dejó enardecer por las mentiras de un puñado de políticos poco escrupulosos, votó por la salida de la Unión, e inmediatamente se arrepintió y ahora quiere dar marcha atrás. Quiere que la Unión le perdone el haberle dado con la puerta en las narices. Es decir, que votó primero y pensó después. Pretty silly, dirían ellos mismos.

En España, en cambio, tenemos la opinión y la fama de ser cucos, pero superficiales, dados al arrebato y la improvisación. Yo mismo, en plena dictadura de Franco, decidí estudiar Historia Económica para mejor comprender la causa de los muchos defectos de la sociedad española, que atribuía en parte al subdesarrollo. Bueno, pues en estos días me he llevado dos sorpresas agradables. Una, la lectura del libro España en la economía mundial, del profesor Jordi Maluquer de Motes, que afirma que el PIB por habitante español nunca estuvo por debajo de la media mundial, lo cual implica que, en sus propias palabras, "el concepto de subdesarrollo no es aplicable a la economía española". No era una economía puntera, pero tampoco era subdesarrollada. No estábamos tan mal.

La segunda sorpresa ha sido el resultado de las elecciones del domingo pasado. Cuando todas las encuestas anunciaban el triunfo del populismo de Podemos, algunas incluso prediciendo un empate técnico con el Partido Popular (lo cual hubiera sido la puntilla para la Unión Europea y, por supuesto, para España, por motivos que me parecen obvios y que no voy a exponer aquí), los resultados, sin ser catastróficos para aquella formación, han demostrado que se ha estancado e incluso que se encuentra en leve retroceso. Pero, lo que es más significativo, ha quedado relegada a la irrelevancia en el tablero político resultante. Ni puede aliarse para formar gobierno, ni nadie tiene interés en hacerlo con ellos. No les queda más por ahora que lamerse las heridas, hacer examen de conciencia y tratar de sobrevivir hasta los próximos comicios. Es el Iglexit del que hablaba en estas páginas Federico Jiménez Losantos.

Además, excepto en Barcelona, donde poco parece haber cambiado, en sus feudos de Madrid, Zaragoza, Valencia y Cádiz, de los que tan ufano se mostraba en los debates Pablo Iglesias II, si bien Podemos no ha perdido escaños, ha tenido una notable sangría de votos. En definitiva, por miedo o por madurez, el elector español parece haber escuchado mi ruego también en estas páginas de no cegarse por la pasión y no seguir el ejemplo inglés. Felicito y doy las gracias a mis compatriotas. Yo imagino que la mayoría de nuestros conciudadanos de la Unión pensarán lo mismo. Después del Brexit, las elecciones españolas han sido un bálsamo.

Todo esto no significa que la distribución de escaños resultante me parezca la mejor posible. Ni mucho menos. Pero se ha evitado lo peor. Ahora el principal problema que queda planteado no es el populismo, sino el sectarismo cainita.

Es evidente que los electores españoles, aunque con menor contundencia que en diciembre, siguen rechazando el bipartidismo. En otras palabras, quieren un Gobierno de coalición o de acuerdo de legislatura. Ahora bien, la única coalición o acuerdo posible exige la colaboración de los dos grandes partidos tradicionales. Las demás posibilidades requerirían una versión u otra de los multipartitos que tan mal recuerdo han dejado y que tan inestables serían desde el inicio. Y esta gran coalición o acuerdo necesita una actitud civilizada y flexible por parte del Partido Socialista.

Para empezar, los socialistas debieran advertir que su intransigencia les ha proporcionado muy malos réditos. Estarán aliviados por el estancamiento de Podemos, pero ellos han perdido unos 150.000 votos sobre un resultado muy malo de diciembre. Han bajado cinco escaños más sobre la veintena que perdieron entonces (viniendo de la debacle de noviembre de 2011, donde perdieron 59), y en su feudo andaluz han sido vapuleados por el PP. Es como para pensar un poco a dónde les lleva esta pretendidamente virtuosa intransigencia.

Si persistieran en el virginal noli me tangere (algo pretencioso en un partido con dos ex presidentes imputados y lo que cuelga), podrían al menos ofrecer un acuerdo de legislatura basado en firmes exigencias que satisfarían más a su electorado -no hablemos del público en general- que esta reclusión estéril de doncella virtuosa: podría condicionar su abstención a una reforma de la ley electoral, de la organización de la Justicia, de la reforma de la Administración, de la Educación, a una negociación con Bruselas para aliviar un poco los tan denostados recortes, a la supresión de los aforamientos, etc. ¡Hay tantas cosas que arreglar! Y el PSOE quiere reformas, ¿no?

Además, podrían hacer pender sobre la cabeza de Rajoy la espada de Damocles del voto de censura si se saliera del camino estrecho que ellos le marcaran. Podrían ensayar este acuerdo, que en España resultaría novedoso, pero que en la Europa a la que tanto queremos parecernos es el pan nuestro de cada día. Un acuerdo que sería democrático, puesto que pondría en práctica la voluntad colectiva de los electores que, por dos veces, han votado por la coalición, y en la segunda han vuelto a castigar al PSOE por su cerrazón. Y así podría éste, con bastante legitimidad, atribuirse los éxitos del PP en las materias donde ellos hubieran impuesto sus condiciones, quitando viento a las alas podemitas.

Es evidente que la mayoría de los electores han rechazado el populismo de izquierdas y han dado un dubitativo voto de confianza al PSOE para que se comporte como un partido socialdemócrata. En esta ocasión, el electorado español ha mostrado más madurez que el inglés. A ver si por una vez el Partido Socialista español se muestra a la altura del electorado e, imitando a éste, da ejemplo al maltrecho y sectario laborismo británico.

Gabriel Tortella es economista e historiador. Su último libro es Cataluña en España. Historia y mito (Gadir, 2016), en colaboración con J.L. García Ruiz, C. E. Núñez y G. Quiroga.

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