Los últimos días de Gadafi centran la atención del mundo informado. El relato de la crueldad con la que un dictador puede llevar a la práctica la máxima de que quienes no le aman tampoco merecen vivir no tiene competencia. Se trata de la demencial representación de la extrema injusticia. Desde la orilla confortable del Mediterráneo contemplamos el desmoronamiento de poderes que durante décadas lucraron a unos pocos a cuenta de la pobreza y la postración de millones de seres humanos. Pero la actitud dilatoria de las instituciones de la Unión Europea y las ambigüedades gubernamentales no reflejan únicamente lo cómodos que han sido esos regímenes para los intereses del desarrollo occidental; confirman que han sido llevaderos también para la conciencia de los ciudadanos europeos.
Todavía no hemos dado con una denominación para los años del terrorismo y del contraterrorismo en Argelia y para el régimen heredero de aquellos tiempos. Nunca preguntamos qué sistema presidencial residía al lado de Cartago. Tampoco pusimos nombre a la trama de dominación militar en Egipto. Del mismo modo que preferimos contemplar Marruecos como un país de oportunidades industriales y de ocio. O repicamos esperanzados la incesante peregrinación de nuestros responsables políticos a los emiratos del Golfo. Desde el 11 de septiembre del 2001, la injusticia no ha tenido nombre en toda la región, porque había un riesgo global, cierto y temible, que permitía dejar en segundo plano las interioridades de los países aliados. Ahora hemos hallado en Gadafi al Satán que necesitábamos para poder acusar a alguien de "crímenes contra la humanidad" y de "crímenes de guerra" y así exonerarnos. Claro que resultaría inapropiado preguntar por el origen de las armas que asuelan Libia.
Es imposible edificar una cultura democrática de espaldas a la injusticia, y esta pasa desapercibida si no ponemos nombre a las condiciones que la provocan o perpetúan. En los países desarrollados alimentamos sentimientos de simpatía, interés o conmiseración totalmente aleatorios. Sencillamente porque la indiferencia y la arbitrariedad también forman parte de los cimientos de nuestra sensación de bienestar. En esto la crisis nos ha venido a ver como eximente. En semejantes circunstancias, las sociedades abiertas no cuentan con más cauces para reflejar sus oscilaciones de ánimo que las informaciones y opiniones publicadas. Nadie más cumple con el papel que a duras penas desempeñan las oenegés ante las catástrofes naturales. Nombrar es calificar, y eso es contrario a la diplomacia de la que cada país se sirve para hacer realidad sus intereses. Aunque nunca sabremos en qué medida es la diplomacia la que ha penetrado en nuestras conciencias en forma de insensibilidad, y en qué medida es nuestra insensibilidad de ciudadanos privilegiados la que se refleja en la diplomacia.
Esa insensibilidad no describe sólo una actitud moral huidiza, sino que se sustenta en todo un código ético generado a lo largo de muchos años de supeditación de los principios democráticos al sentido de Estado. La estabilidad de un país sometido a un régimen sin libertades amordaza el juicio sobre tal hecho. La facticidad de un poder considerado irrevocable se convierte en argumento definitivo para soslayar cualquier crítica. La ausencia de una oposición interior acalla, paradójicamente, el cuestionamiento del régimen que consigue semejante proeza dictatorial. La agresión contra vecinos étnica o históricamente diferenciados provoca una censura mil veces superior a la que merece la opresión sobre los connacionales. Oscilamos entre la atención a lo más lejano y la preocupación respecto a lo más cercano a impulsos de ese instinto tan humano que evita el compromiso y elude verse interpelado.
No sabemos cómo será la situación a la que emerjan las sociedades hoy revueltas. Pero si acaban presentando serios déficits de libertad y bienestar se deberá en buena medida al silencio cómplice y a la pasividad interesada con los que las sociedades de la civilidad occidental hemos contemplado sus escenas precedentes. La comprensión ante la injusticia mayor del pasado nos desautoriza para ser escrupulosos con las injusticias que depare la nueva situación. Una excusa que ni pintada para evitar poner nombres a las variantes menores del mal. Porque ahora de lo que se trata es de alcanzar una posición de influencia en el nuevo escenario, mientras contabilizamos las ventajas que el desorden de esos competidores supondrá para el sector turístico en nuestro país. De nuevo la estabilidad como valor supremo e incontestable ante el que se sacrificarán aspiraciones posibles - en absoluto desestabilizadoras-con el avasallador argumento de que "lo mejor" podría convertirse en "enemigo de lo bueno".
Por Kepa Aulestia.