Inmigración, demografía y economía

Por Josep Oliver, catedrático de Economía Aplicada de la Universitat Autònoma de Barcelona (EL PERIÓDICO, 16/09/06):

Finalmente, la sociedad española empieza a debatir los costes y beneficios de la inmigración. Por fin, un tema que va a constituirse en la espina vertebral del debate público en las próximas décadas ha saltado a la palestra. Lástima que las razones últimas de esa súbita aparición hayan sesgado, de forma hasta ahora inevitable, la propia naturaleza de lo que deberíamos discutir.

Vaya por delante que estoy a favor de una inmigración regularizada y de acuerdo con los requerimientos de nuestro mercado de trabajo. De hecho, estas necesidades son evidentes en el tejido productivo del país desde finales de los 90, como publiqué en su momento. No es, pues, un elemento novedoso, aunque las dramáticas secuencias de las últimas semanas le confieren un plus de actualidad.

Vaya también por delante que si este debate no lo hacemos de forma serena corremos el peligro de equivocar tanto el diagnóstico como las soluciones. Porque la pregunta del millón a responder no es acerca de las razones que impulsan a los emigrantes a dejar sus países, sino sobre la capacidad de atracción que el nuestro ejerce. Y ese debe ser, necesariamente, el punto de partida de cualquier análisis medianamente serio sobre la cuestión. ¿Qué los atrae? Y la respuesta es categórica: sin duda, las oportunidades de empleo del país, como refleja el que cerca del 65% del nuevo empleo de las comunidades con mayor inmigración lo han ocupado inmigrantes. A partir del 2000 aproximadamente, y agotados parte de los yacimientos de oferta potencial de trabajo (desempleo y mano de obra femenina), la caída demográfica se muestra en toda su desnudez: somos un país con pocos jóvenes. Y esa carencia se suple vía inmigración. Ojo, pues, con fáciles demagogias.

Por tanto, el primer punto para un debate sereno es reconocer nuestras propias carencias. Y esas son fundamentalmen-
te demográficas. Y podrían corregirse parcialmente aumentando la productividad del trabajo, incentivando una mayor incorporación femenina al mundo laboral, retrasando la edad de jubilación, elevando el nivel formativo de colectivos importantes de nativos o incrementando la tasa de natalidad. Repasen esta lista de posibles soluciones y comprobarán que, aunque deseables, son difíciles de instrumentar a corto plazo. Además, no es evidente que nuestra sociedad esté dispuesta a pagar el peaje que implican algunas de ellas, ni siquiera en un plazo más largo.

HE DICHO más de una vez que nuestra decisión de no tener hijos, que colectivamente adoptamos a partir de mediados de los 70 hasta hoy, se encuentra en la raíz misma del fenómeno inmigratorio. Un país sin hijos es un país condenado al envejecimiento, con todo lo que ello comporta para su capacidad de crecimiento económico y de adaptación al cambio técnico, o un país que decidió, sin saberlo, que de mayor sería mestizo. Esa fue nuestra decisión. Ese continúa siendo, en lo esencial, nuestro comportamiento en la actualidad. Cuidado, pues, con acusar al mensajero.

Pero hay más. Aunque la caída demográfica fue el punto inicial del proceso, las consecuencias de la inmigración se extienden más allá. Piense el lector qué le sucedería al aumento del consumo o al del mercado inmobiliario si les retiráramos el crecimiento de los hogares inmigrantes, que, en los últimos cinco años, suponen cerca del 50% de las nuevas familias del país. Tampoco puede olvidarse su impacto sobre la ampliación del mercado: entre 1995 y el 2006, la inmigración ha contribuido con más del 80% al aumento de la población residente, un poderoso avance de más de cuatro millones de personas.

Finalmente, comienzan a sentirse quejas acerca del uso, aparentemente abusivo, de los servicios públicos básicos (sanidad y educación) por parte de este colectivo. Siendo cierto que esa presión demográfica los afecta, no lo es menos que su impacto es menos que proporcional que el que tienen demográficamente. Parafraseando a Julian L. Simon, los inmigrantes, como todas las poblaciones jóvenes, producen más de lo que consumen. Y el uso que pueda hacer de sanidad y educación una población situada entre los 25 y los 45 años de edad es relativamente reducido. No solo esto, sino que su contribución en forma de cotizaciones a la Seguridad Social y al conjunto de impuestos pagados explica una parte no menor de la mejora en las cuentas públicas.

EN SÍNTESIS, razones demográficas vinculadas al mercado de trabajo, aumento del consumo y de la inversión en viviendas y en capital productivo, y saldo fiscal favorable a los nativos constituyen algunos de los positivos efectos que el choque inmigratorio está generando. Estos días, en los que asistimos a una cierta histeria sobre el impacto de la inmigración, no deberíamos olvidarlos. El reto que nos plantean es su correcta integración. Las oportunidades que nos generan están a la vista. ¿Sabremos abordar los retos y aprovechar las oportunidades? La solución, dentro de 20 años.