Inmigración: la fuerza de la integración

Ante la llegada masiva de inmigrantes y refugiados a Europa falta hace tener la cabeza fría y el corazón caliente, y a mí me ayuda a ello centrar la mirada en temas positivos como el de la integración social. Esta supone procesos graduales y multifactoriales: trabajo, educación, vivienda, participación social y política, cultura, religión…. La población inmigrante estará efectivamente integrándose si va accediendo a los derechos básicos y correspondiendo a sus deberes ciudadanos. Las mejores definiciones de la Unión Europea hablan de ella como proceso de doble sentido basado en los derechos recíprocos y las obligaciones correspondientes de los nacionales de terceros países con residencia legal y de la sociedad de acogida.

En este momento estamos impresionados por el número de los refugiados que están llegando, pero conviene ver las cantidades en perspectiva. Si pensamos que sólo a España han estado llegando más de 600.000 inmigrantes anualmente, nos damos cuenta de que 700.000 refugiados (o más) no tienen que desbordar a Europa. Países como Alemania necesitan cientos de miles de personas para renovarse demográficamente. Acaso lo que de verdad descoloca es que la inmensa mayoría sean musulmanes. No cabe negar las evidencias, pero tampoco deberíamos negar las posibilidades de hacer de eso una gran oportunidad y no un desastre.

Inmigración la fuerza de la integraciónLa llegada masiva de inmigrantes y refugiados nos pone ante el hecho social del aumento de la diversidad cultural y religiosa, que el paso del tiempo reforzará aún más. El hecho puede interpretarse como un cambio perturbador que conviene subsanar de raíz para que, por las buenas o por las malas, «todo siga como hasta ahora». O como una magnífica ocasión para el diálogo y el encuentro entre culturas y religiones, también con el islam, que no es islamismo ni terrorismo yihadista.

Pero para que el encuentro sea posible hacen falta condiciones de integración cultural abierta a la integración socioeconómica, y en esa materia varios de los destacados modelos practicados en Europa se muestran fallidos. El asimilacionismo republicano francés defiende básicamente la existencia de un modelo «nacional» de convivencia ya experimentado, que se le propone al recién llegado para que se «asimile» a él. La responsabilidad de cambiar es de quien llega. Intenta por todos los medios salvar el «statu quo», sobre la idea de que la sociedad receptora es culturalmente homogénea antes de la interacción y que así debe seguir siendo. Esta dinámica tiene el peligro de prescindir de otras dimensiones como la política o la socioeconómica, y toma una clave etnocéntrica que provoca más rechazo que atracción. Para integrarse bien en Francia el inmigrante adoptará esa idea republicana de lo francés, escondiendo sus diferencias nativas de costumbres, cultura o religión en la privacidad, o dejándolas ver sólo como folklore. Desde luego la asimilacionista es una postura desacreditada académicamente, que ha hecho agua en lo práctico y tiene pocos defensores públicos, pero sería un error minusvalorar su vigencia. Tiene tirón populista y da rédito electoral.

Otro modelo destacado es el multiculturalismo liberal británico de corte segregacionista. Acepta la diversidad cultural existente y su estrategia es que cada grupo cultural se busque la vida. El resultado de semejante aproximación es lo que podríamos denominar la coexistencia de los diferentes que viven en proximidad física pero sin apenas interacción. Unos junto a otros visibilizando sus diferencias, pero sin programa de intercambios ni intención de promoverlos. Cada uno en su sitio, en su terreno particular, viviendo y desarrollando en el ámbito privado y en sus relaciones sociales su peculiar visión de la vida. Un inmigrante, para integrarse en el Reino Unido, deberá mantenerse dentro de su minoría étnica, la cual a su vez deberá acertar a integrarse con las demás minorías y con la mayoría. Por eso en la literatura sociológica inglesa encontramos raras veces que se trate de problemas de integración de unos u otros inmigrantes (vistos como individuos), en cambio sí se tratan los problemas que pueden ocasionar las minorías o las llamadas relaciones interétnicas. Si en Francia es inconstitucional que se organicen públicamente las minorías, en Gran Bretaña se ha tenido por conveniente canalizar las políticas a través de las minorías bien organizadas.

Hace unos años Kaki Badawi, presidente del Consejo de los Imanes y de las Mezquitas del Reino Unido, decía: «no hay mejor lugar en el mundo que éste para ser musulmán». Una opinión tan positiva se basaba en la flexibilidad y la tolerancia con que se acogía a los inmigrantes, a los que no se les exigía ni saber inglés ni adherirse a los valores del país al que se incorporaban. Pero eso ha ido cambiando y, además, detrás de esta superficie latía una realidad menos bonita: más del 80% de musulmanes con salarios inferiores a la media nacional, con una tasa de desempleo tres veces superior a los nacionales o europeos, y altísimas cotas de fracaso escolar. ¡Menuda integración!

Sin despreciar los otros modelos ni negar la complejidad, la propuesta intercultural reclama articular desde una estimación positiva de la diversidad una política de actuaciones coherente con esta visión. Hacia esa alternativa se inclina la Iglesia y por ahí ha ido estos lustros, aunque sin gran sistematización, el modo español (¿mediterráneo?) de tratar la diversidad inmigratoria. Más como integración plural del conjunto de la sociedad –en la que todos hacen un esfuerzo por resituarse y crear algo nuevo– que como llamada a renuncias unilaterales de los que vienen. Aparte del cierto fracaso en los modelos de nuestros vecinos, conviene saber que el modelo francés sería inaplicable en España por nuestra diversidad cultural vivida y constitucionalmente reconocida. Y tampoco funcionaría el modelo inglés, por canalizar las demandas mediante la interlocución política de las minorías étnicas.

Nuestra apuesta por el diálogo y la integración intercultural precisa, al menos, de respeto mutuo, aprendizaje recíproco y definición de un espacio común y obligatorio de valores de convivencia y libertades que dé cabida a todas las opciones respetuosas con el derecho a la vida y la dignidad de las personas. En el mundo de la interacción humana lo que fortalece a una parte suele ser bueno para el conjunto del grupo. Pero, demás lo intercultural ha de completarse con integración legal, laboral, política y social; de lo contrario, fracasa estrepitosamente.

Es tiempo para «constructores de puentes» y no de odios alimentados por miedos y vacío. Nada bueno puede venir del odio xenófobo que, articulado políticamente, desequilibra el sistema democrático y lo encanalla negando todos y cada uno de los valores que dice proteger. Ni del odio islamista que busca intimidar a los «infieles» y extirpar en los musulmanes que viven entre nosotros cualquier sentimiento de pertenencia hacia las sociedades receptoras, convirtiendo en enemigos a los vecinos. Contra esos odios se lucha con la fuerza de ley pero sobre todo sustituyendo el vacío nihilista y destructivo por un contenido afirmativo de creencias cívicas que no se relativicen en función de conveniencias y tacticismos.

Mucho bueno vendrá de pensar –como escribió san Juan Pablo II– que «la pertenencia a la familia humana otorga a cada persona una especie de ciudadanía mundial, haciéndola titular de derechos y deberes, dado que los hombres están unidos por un origen y supremo destino comunes… La condena del racismo, la tutela de las minorías, la asistencia de los prófugos y refugiados, la movilización de la solidaridad internacional para todos los necesitados, no son sino aplicaciones coherentes del principio de la ciudadanía mundial». Todos somos personas.

Julio L. Martínez, rector de la Universidad Pontificia Comillas ICAI-ICADE.

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