Inmigración y demagogia

Durante las pasadas elecciones generales, los políticos conservadores situaron el tema de la inmigración como uno de los prioritarios de su campaña. La reiterada insistencia en esta cuestión del candidato del Partido Popular, Mariano Rajoy, en los debates televisivos fue buena prueba de ello. Valdría la pena recordar la importancia que tienen los mensajes de los políticos, multiplicados por los medios de comunicación, y remarcar, desde una perspectiva ética no partidista, la relevancia de sus opiniones como conformadores de la opinión pública: lo que dicen y cómo lo dicen pasa a constituir realidad. Si lo que es un problema social --la integración o exclusión de los pobres-- lo convertimos en un problema étnico o identitario, estamos desenfocando el tema y pescando votos con caña demagógica.

Ya sabemos que el lenguaje de los políticos no es el de la búsqueda científica de la verdad, sino el de la persuasión para ganar votos, pero a este legítimo objetivo hay que ponerle limites éticos y primar los intereses públicos y las razones de Estado sobre intereses electoralistas. Esta ha de ser la línea que separe a un partido serio y responsable de otro demagógico.

Con la inmigración no se debe hacer demagogia, porque al hacerlo estamos creando fracturas sociales y poniendo bombas políticas. La novedosa llegada a gran escala de inmigrantes obliga, necesariamente, a que los problemas sociales existentes sean replanteados con un factor añadido más. Por eso, porque la inmigración es un elemento añadido, es pura demagogia exponer en forma de mensajes políticos que los problemas sociales existentes en materia de seguridad, educación y sanidad se deben a la llegada de inmigrantes. Sencillamente, porque esto es falso. Igual de falso que asociar paro e inmigración.

Si los ciudadanos oyen que los líderes políticos hablan de la inmigración constantemente como un problema, asociada a ilegalidad, a repatriaciones forzosas, a desconfiado acceso a la ciudadanía mediante un "carnet de puntos" o un "contrato de integración", a delitos y crímenes, a pérdida de calidad de vida de los autóctonos y a restricciones en el acceso a servicios comunitarios, etcétera, estamos potenciando la xenofobia. Conformando un nosotros: ciudadanos de plenos derechos, legales y cívicos, frente a un ellos: inmigrantes ilegales incívicos y aprovechados.

¿Acaso no trabajan duramente la mayoría de inmigrantes y pagan sus impuestos? ¿Quién es más ilegal, el inmigrante sin papeles que cobra salarios que ningún trabajador nacional aceptaría o el empleador que se aprovecha de esa situación? Es obvio que la inmigración debe ser regularizada en todas sus vertientes, pero desde una perspectiva de congruencia democrática entre deberes y derechos. Sin ilegalidades de ningún tipo. Explicando al conjunto de la sociedad que las tensiones se están produciendo porque existen sectores de la población, los más desfavorecidos, que están asumiendo los costes de la inmigración sin disfrutar de sus beneficios. Por no hablar del bajo nivel de gasto social existente en España, aunque la Administración socialista está haciendo esfuerzos al respecto.
Paralelamente, desde el punto de vista cultural, cívico y democrático, es conveniente abrir un gran debate social para interpretar el fenómeno de la inmigración en términos de oportunidad. Oportunidad para el inmigrante de mejora y para nuestra sociedad de acogida de progreso económico (saneamiento de las cuentas de la Seguridad Social por ejemplo) y de progreso de la cultura cívica. De profundización de la democracia. Tratemos a nuestros inmigrantes como nos gustó o nos hubiera gustado que hubieran tratado a los nuestros en los años sesenta y setenta en los países de Europa a los que emigraron: con unos salarios que no sean de explotación y con buenos servicios para recompensar unos trabajos duros que ellos / nosotros no queríamos / queremos hacer. Es preciso desarrollar un modelo de sociedad, democráticamente avanzada, en el que los términos fragilidad econó- mica, precarización, pauperización social, exclusión social, xenofobia y/o racismo identitario no tengan cabida. Sean los ciudadanos blancos, negros, amarillos o cobrizos.

Y para lograrlo invito a nuestros políticos conservadores demagogos a que cambien por un día su traje y corbata (o el traje chaqueta de diseño) por un mono de trabajo y que hagan una jornada laboral como la siguiente: de las ocho de la mañana a las doce del mediodía, reparto de bombonas de butano en viviendas de bajo alquiler sin ascensor; de las 12.30 horas a las cuatro de la tarde, pinche de cocina en un restaurante, y, finalmente, de las 16.30 horas a las diez de la noche, cuidador de ancianos en una residencia especializada en demencias seniles.

Quizá hacer una jornada como esta les haría variar sus puntos de vista y les ayudaría a comprender que los inmigrantes no constituyen un todo homogéneo, sino que los hay de diferentes tipos, colores, cualidades y defectos. Como es normal. Que también entre ellos hay buenas y malas personas. Como es natural. Y que están interesados en conseguir un futuro mejor para ellos y para sus hijos. Como todo el mundo.

J. Antón Mellón, catedrático de Ciencia Política de la Universitat de Barcelona.