Inmigrantes. ¿Cabeza o corazón?

Si hay un tema de extrema sensibilidad en la geopolítica y relaciones entre los pueblos es el de las fronteras. Hasta el punto de que el expansionismo geográfico –y consiguientemente social, político y cultural– fue el detonante de las dos guerras –las mundiales– más terribles que ha conocido la Humanidad. Ese afán de ir más allá de las fronteras naturales o tradicionales es la causa de grandes conflictos, como acaba de demostrarse –al menos en sus inicios– en el caso de Crimea. Cada nación configura unos espacios de identidad, de lazos históricos, de victorias y fracasos conjuntos, de contacto con la naturaleza, de costumbres, de tradiciones, de ideas religiosas, políticas y morales y de lengua, que dan signo de naturaleza a unos espacios físicos que conforman esa Nación. Y de ahí la división entre «nacionales» y «extranjeros»; palabra esta que puede traducirse en su simplicidad por «extraños», «ajenos», «distintos» a los nacionales. Pero eso, que es y seguirá siendo durante cientos de años así, tiene que convivir con esa llamada «aldea global» en que se ha convertido el mundo. Y ahí está el gran reto de las naciones actuales: ser una parte de un todo. Lograr el universalismo sin perder los particularismos identitarios. Ser en definitiva un olivo: de profundas raíces en la nación concreta y de abiertas ramas al Universo. Sería lo que podríamos denominar el nacionalismo universal. El otro, el localista, el egocéntrico, el que pone el acento en la separación, es empequeñecedor y chato. De poca altura y de menos vuelos.

Pero como digo, y a pesar de las facilidades de movilidad que, al menos en Europa, se van dando, cada Nación es muy celosa de sí misma y de sus nacionales. No deja de ser llamativo que el art. 13.2 de la Declaración Universal de Derechos Humanos consagra el derecho de toda persona a salir de su país, pero en absoluto consagra, con carácter de fundamental, el derecho a entrar en un país determinado. De ahí que sea perfectamente legítimo establecer controles, condiciones y restricciones para la entrada y permanencia en el territorio y para el acceso a actividades profesionales a los extranjeros. Esto es muy importante tenerlo en cuenta, ya que es frecuente oír voces en la Unión Europea partidarias de la entrada indiscriminada de inmigrantes –en aras de los derechos humanos–, o, si se quiere, voces contrarias a la legislación limitadora del ingreso de inmigrantes.

Como regla general, llena de sensatez, los distintos países receptores establecen como condicionantes para la inmigración las posibilidades –físicas, laborales y económicas– de cada país y la integración de los inmigrantes en el país de acogida. Es decir, número de personas y características de las mismas. Como es natural, me estoy refiriendo a los que vienen a trabajar y a establecerse con carácter estable. No a los turistas.

Dentro de esa «aldea global» a que antes me refería, los desequilibrios y las injusticias son monumentales. Países cultos, países incultos. Países ricos, países pobres. Países democráticos, países autoritarios. Y claro está, todos quieren vivir mejor en todos los órdenes vitales: libertad, medios económicos, cultura, sanidad, etc. Como dice con gran fuerza Seidman, «los que claman ante nuestras puertas es porque tienen hambre». Y hambre de todo, añado yo. No solo física, sino también moral. Quieren vivir mejor, ellos y sus familiares. Y ante esto, ¿qué podemos hacer? Una primera respuesta es que ante ese legítimo derecho dejemos la puerta abierta para todo el que quiera entrar. Un mero control administrativo y poco más. Eso es lo que dicta el corazón compasivo. Lo que predicaría «el ejército de los buenos», en frase de B. Shaw refiriéndose a los ingleses y franceses de los años treinta antes Alemania. Esta opción, además de no practicarse en ningún lugar del mundo, se ve claramente que sería caótica e impracticable.

De ahí que en todos los países se haya establecido una política inmigratoria basada –o al menos debería basarse– en una doctrina y en unos procedimientos. La doctrina supone una política concreta respecto al fenómeno inmigratorio en general. Y los procedimientos se refieren a cómo se pone en práctica esa política. Tenemos como guía el Tratado de Ámsterdam (1999), La Haya (2004) y el Convenio Europeo de Bruselas (2006). En todos ellos se insiste en la integración, con el respeto a los valores básicos de la Unión Europea y el conocimiento básico del idioma, historia e instituciones de la sociedad de acogida. Y desde luego se consagra el respaldo a una política controladora del movimiento inmigratorio.

Entre nosotros –y lo mismo pasa en Italia y algo en Grecia– la preocupación viene de la África subsahariana. Las condiciones de vida de los habitantes de esos países son tan dramáticas que, como acaba de manifestar uno de los que han saltado la valla de Melilla, el dilema al que se enfrentan con una escalofriante lucidez es «entrar en España o morir». ¿Y qué hacemos? ¿Dejar que entren todos?¿Dejar que mueran? Aquí el corazón y la cabeza entran en colisión, pero necesariamente hemos de aplicar la inteligencia y la estrategia adecuadas para que no se llegue a ese trágico dilema. Por un lado, tenemos una normativa que hay que cumplir, sabiendo además que la Ley Orgánica de Extranjería 4/2000 es una ley altamente garantista de los derechos de los inmigrantes. Que en los recientes sucesos de Ceuta se hayan producido actuaciones confusas –aunque yo respete al máximo la presunción de inocencia de la sufrida y abnegada Guardia Civil– no puede llevarnos a un apresurado y desordenado análisis de la situación inmigratoria en Ceuta y Melilla. Indudablemente que la solución eficaz y duradera es que la Unión Europea impulse y coordine políticas globales del crecimiento en África y su mejora de vida. Un factor esencial es que las ayudas vayan a los ciudadanos y no a las élites corruptas (en muchos casos) de dirigentes políticos. Hay que atacar las causas más que las consecuencias. Y mientras se logran esos objetivos globales, es incuestionable que han de aplicarse –sin complejos– las medidas previstas en nuestras leyes para frenar la inmigración irregular. Porque de no hacerse así tendremos problemas aún más graves.

En esta materia la demagogia es un peligro real, pues tengo la impresión de que la inmensa mayoría de los que, llenos de compasión, defienden políticas muy permisivas quieren solucionar las aspiraciones de los inmigrantes «sin que a ellos les afecte»; es decir, que se diluyan en la vida y el terreno de «otros». Ahora mismo la situación de los Centros de Internamiento, con un tremendo hacinamiento, es insostenible. Todo tiene un límite. Por ello, la cuestión es de Estado y los partidos políticos tienen que dar la talla estadista.

En definitiva, en lugar de una aplicación diferencial entre corazón y cabeza, sería mejor conjugar ambos y poner en práctica una política de cabeza y corazón. Que son compatibles.

Juan Antonio Sagardoy Bengoechea, académico numerario de la Real de Jurisprudencia y Legislación.

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