Es ciertamente saludable que en España dejemos de una vez de limitar el debate sobre inmigración a uno acerca de cómo frenar la llegada de flujos no deseados. Es saludable que empecemos por fin a plantearnos las oportunidades y los retos que plantea la integración de los inmigrantes que ya están y presumiblemente van a permanecer entre nosotros. Lo que no es tan saludable, sin embargo, es que este debate se plantee a pocos días de unas elecciones generales, y que lo haya inaugurado una propuesta de "contrato de integración" de tan dudosa legitimidad y eficacia como la que ha lanzado el Partido Popular. La única forma sensata de abrir este diálogo es plantearse previamente cuál debe ser el objetivo detrás de una política de integración, algo que a su vez requiere aclarar lo que entendemos por el concepto mismo de integración. Este, me temo, es un ejercicio que la reciente propuesta de contrato de integración no refleja.
Veámoslo cláusula a cláusula, como buenos juristas. El invento consistiría en exigir a los extranjeros que soliciten un permiso inicial de residencia o su renovación que firmen un documento en el que se comprometen a cumplir las leyes, a respetar las costumbres españolas, a aprender la lengua, a pagar sus impuestos, a trabajar activamente para integrarse en la sociedad española y a regresar a su país si durante un tiempo no encuentran empleo. Que se llame a la disposición o, peor aún, a la obligación de retornar al país de origen a quien no encuentra trabajo "cláusula de integración" es una broma de mal gusto, salvo que entendamos que la integración buscada no lo es en el país de destino sino en el de origen. Todo lo demás se reduce a una pura declaración de intenciones.
España, según esta propuesta, quiere que sus inmigrantes prometan que van a ser buenos y a cumplir con sus obligaciones legales, como si el rigor de la ley que se les aplica a ellos, como a todos los demás, no fuese suficiente garantía de que así será y sí lo fuese, en cambio, la promesa misma. España quiere que sus inmigrantes prometan que están dispuestos a convertirse en verdaderos españoles. Pero ¿cuáles son las verdaderas costumbres españolas: comer paella, escuchar flamenco, ir a misa los domingos, echar la siesta, ser aficionado al fútbol, conocer el himno patrio?
En realidad, aunque los inventores del contrato se empeñen en confundir a la opinión, la única medida específica de integración que se ha venido introduciendo desde finales de los noventa en algunos países europeos consiste en la obligación de aprender o seguir cursos de aprendizaje del idioma (entre 200 y 500 horas en Francia, unas 600 en Alemania) o de orientación cívica (6 horas en Francia, 30 en Alemania). Quién los debe sufragar, o si es mejor que tengan carácter obligatorio o voluntario, o si deben imponerse como requisito previo a la entrada, al otorgamiento de un permiso de residencia o a la obtención de la ciudadanía, son asuntos objeto de discusiones entre las distintas fuerzas políticas. Lo que, sin embargo, ninguno de estos países ha hecho es exigir y conformarse con una declaración de intenciones lingüísticas.
Pero tal vez esta falta de concreción de la propuesta del PP no sea tampoco casual. Superarla hubiera conducido, en nuestra España querida, a otros debates peliagudos de dudosa rentabilidad electoral -¿hacemos que aprendan castellano, catalán, euskera; repartimos las horas; en qué porcentaje?-, debates que no hacen sino recordarnos que el reto de la integración de la diferencia empieza con los que ya estamos y que es uno al que, hasta ahora, no hemos sabido dar en España una solución compartida.
El interés por la integración de inmigrantes no ha sido patrimonio exclusivo de ninguna fuerza política en ninguno de los países europeos con mayor tradición de inmigración. No lo debe ser tampoco en el nuestro. Después de todo, la adecuada integración de inmigrantes en las sociedades de acogida plantea un reto de verdaderas dimensiones constitucionales cual es asegurar que una sociedad, cada vez más plural, en sentido étnico, religioso y cultural, conserve un grado de cohesión mínima para garantizar no sólo la convivencia pacífica en el marco de instituciones y valores constitucionales compartidos, sino también la empatía y solidaridad como ingredientes esenciales de un Estado social de derecho alérgico a cualquier forma de estratificación.
Esta visión de la integración y de los desafíos que plantea es la que subyace en los Principios comunes fundamentales en aras de un marco común europeo para la integración de ciudadanos no comunitarios, aprobados por el Consejo Europeo de Ministros de Justicia e Interior del 19 de noviembre de 2004. De acuerdo con tales principios, la integración ha de ser entendida como un proceso dinámico, a doble vía, de acomodación recíproca por parte de inmigrantes y nacionales. Dicho proceso requiere garantizar la participación de inmigrantes en el mercado de trabajo así como dar visibilidad a la importancia de su contribución en dicho mercado. Facilitar que los inmigrantes adquieran el conocimiento básico de las instituciones del país de acogida y, sobre todo, de su(s) lengua(s) es también esencial para que puedan establecer lazos personales interculturales o disfrutar en igualdad de condiciones de las oportunidades del mercado laboral. Asegurar un adecuado acceso a la red de bienes y servicios públicos y privados, sin discriminación de tipo alguno, incluyendo los relacionados con la salud y la vivienda, son factores igualmente críticos, como también lo es procurar la existencia de foros compartidos de interacción y diálogo intercultural y una educación que dé a conocer las culturas y las creencias religiosas que conviven en la sociedad de acogida. Los mencionados principios aluden también a la conveniencia de fomentar la participación de los inmigrantes en el proceso democrático en general, y en la formulación de las políticas de integración, en particular.
Desde esta perspectiva, no resulta difícil identificar algunas de las muchas preguntas que ciudadanos y políticos con un interés genuino en la cuestión debiéramos estar planteándonos.
¿Son suficientes nuestras actuales políticas de lucha contra el racismo y la discriminación en una sociedad en la que los usos más comunes del lenguaje dan fe de la persistencia de una cantidad de prejuicios acerca del otro? ¿Qué se está haciendo en nuestras aulas para preparar a nuestros hijos a funcionar en la sociedad multicultural en la que van a vivir ellos y sus descendientes? ¿Podemos decir que encuentran los fieles de creencias religiosas minoritarias un ambiente propicio cuando, por ejemplo, la apertura de mezquitas es causa de protestas generalizadas en distintos puntos de nuestra geografía? Y no estaría de más tampoco preguntarnos por la suficiencia de cauces de participación ciudadana en un sistema que, como el nuestro, sobrepasa con creces la media europea en términos de años de residencia como condición de acceso a la nacionalidad o que, a diferencia de otros muchos, se ha mostrado persistentemente reacio a extender el sufragio local a los residentes permanentes no comunitarios. Todas estas serían preguntas que servirían para evaluar, así fuese en tono crítico, la suficiencia de la política de integración del gobierno actual.
Pero, claro, muchas de estas preguntas requieren para ser planteadas una modestia cultural y un espíritu de autocrítica que, electoralmente hablando, venden poco. Y lo que es peor, pueden requerir inversiones públicas que, electoralmente hablando, también venden poco, y, según a quién, todavía menos. Es mucho más fácil entonces sacarse de la chistera un invento de ingeniería de la integración, al que legalmente vestimos de contrato, cuya virtud, en el mejor de los casos, es su total inutilidad, y que, en el peor, ahonda los males que uno imaginaría quisiera curar.
Ruth Rubio Marín, profesora titular de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla.