El incremento de los suicidios coincide, paradójicamente, con el generalizado desinterés hacia la muerte, borrada del mapa en sociedades que se consideran ajenas al inexorable final. Como en Highlander de Connery, nos creemos inmortales. Y por eso dejamos de darle importancia a cuestiones tan trascendentales como engendrar hijos, porque ya nos las apañaremos sin ellos al vivir más que Matusalén. Otorgamos a los avances biomédicos o a las terapias rejuvenecedoras una mágica capacidad para detener el paso del tiempo, al resultar incompatible el deterioro derivado de la edad con un mundo dominado por esa cretina convicción en la perpetuidad humana.
El impacto que sobre este escenario tiene el imparable repliegue contemporáneo del cristianismo es de órdago. El endiosamiento individual ha ocupado el espacio de la divinidad: de ahí el carácter imperecedero de cuantos recorremos las calles, encantados de mirar con recogimiento hacia nuestros propios ombligos. Nada queremos saber de lo que huela a parca, ni la tenemos en cuenta en la vida cotidiana, desafiando incluso los peligros inminentes cuando acechan, como sucede con los que se despeñan al hacerse selfis. Hasta despedimos con desdén a los que se van, dispensándoles exequias que cada vez tienen más de extravagancias paganas de la peor condición.
Que demos la espalda a la muerte no es contradictorio, en nuestros días, con esa deplorable cultura orientada a potenciarla. Es el caso de la eutanasia, ocultada bajo un sinfín de eufemismos para dulcificar su tétrico semblante y convertirla en supuesta benevolencia. O del aborto, enmascarado en perífrasis que no logran tampoco disimular su siniestro propósito. Es decir: la extendida indiferencia hacia el término de la vida comparte hoy espacio con fenómenos que apuntan a su omnipresencia social, algo que confirma lo desnortado de esta época.
Ni el virus de origen chino que padecimos alteró un ápice esa fantasía de eternidad en la que andamos metidos. Hemos olvidado con extraordinaria rapidez sus devastadores efectos, no mereciendo excesivo reproche el cruel tratamiento otorgado a buena parte de las víctimas de esta pandemia, despachadas como meros residuos peligrosos. La devaluación de la existencia humana se ha trasladado a la completa banalización de su ocaso, y en eso no se me quita de la cabeza que ronda el creciente declive de lo espiritual en Occidente.
En aquellos sitios en los que la Iglesia aún tiene cierta influencia, la vida continúa considerándose un diario regalo sobrenatural. Y su conclusión, algo empapado de profunda trascendencia hacia el que expira. He comprobado en lejanos velatorios la formidable magnitud que allí encierra vivir y morir. Y la atención que se dispensa a una supervivencia que siempre depende de mil circunstancias capaces de finiquitarla cuando menos te lo esperas. No he notado en esas gentes ningún estúpido anhelo de inmortalidad, sino de pura sensatez al abordar su breve tránsito por este valle de lágrimas, en el que estamos poco y de prestado.
Aquí, sin embargo, nos tenemos por inmortales al haber sustituido la esencia, la educación y lo sustantivo por la apariencia, el dinero y lo adjetivo, parafraseando a la gran Cocó Chanel. Es complicado por eso que pueda palmar un sobaco ilustrado, que alardea de falsa erudición solo por portar un libro bajo el brazo que nunca ha leído. O el intonso que se empeña en acumular espejitos mágicos a quemar en la nueva hoguera de las vanidades. Es impensable, en fin, que casque el que no ha pisado jamás una biblioteca, pero no sale del gimnasio o se obsesiona por el último crecepelo que han sacado los turcos al mercado.
Mientras no reparemos con madurez en nuestra completa fragilidad y transitoriedad, mal podremos combatir muchos de los males que nos aquejan. E insisto que eso pasa, primero, por dignificar como es debido a los que nos han precedido, que merecen verdaderas honras fúnebres y no esas grotescas ocurrencias que ahora se proponen hacer con sus restos.
Ese inevitable eclipse debiera volver a servirnos como referencia inexcusable de la vida, para abordarla con principios, sentido y criterio. Tanto desde la perspectiva material como inmaterial. Cuánto cambiaría el panorama si lo tuviéramos presente como esa leal compañera del himno de la Legión, y no como un lúgubre asunto del que no queremos ni oír hablar.
Javier Junceda es jurista y escritor.