Inmunología de la esperanza

De la actual crisis pandémica solo nos librará lo mismo que nos ha librado de las anteriores: la inmunidad. Asociamos este término con dos conceptos –la inmunidad natural y las vacunas artificiales—, pero al final ambos se enraízan en lo mismo, esa asombrosa creación de la evolución biológica que llamamos sistema inmune adaptativo, o “las defensas”, para abreviar. Se trata de un sistema genético que llevamos incorporado en las células de la médula ósea –las madres de las células de la sangre— cuyo grado de sofisticación no pudimos atisbar hasta los años ochenta, sobre todo gracias al científico japonés Susumu Tonegawa.

Este gran innovador, junto a toda la investigación que ha venido después, en gran parte inducida por su trabajo pionero, han mostrado la forma extraordinaria en que un nuevo agente infeccioso que invade el cuerpo induce una coreografía de mutaciones controladas e intercambios de módulos genéticos que acaba generando unas defensas –sean proteínas sueltas como los anticuerpos o células enteras con espinas similares a ellos— que reconocen al invasor con una especificidad asombrosa y letal.

Hasta hace un siglo o dos, eso era todo lo que teníamos para protegernos de la jungla virulenta de la naturaleza. Tras la invención de las vacunas y su continuado perfeccionamiento, hemos aprendido a engañar a nuestro sistema inmune haciéndole creer que ha llegado un agente infeccioso, cuando no lo ha hecho. El sistema responde, y ya tiene lista su artillería devastadora cuando el virus llega de verdad. No estamos sustituyendo a la naturaleza, sino ayudándola, reconduciéndola, seduciéndola para que se avenga a nuestros intereses. Por ejemplo, salvar millones de vidas y la economía de un planeta.

En el caso de la covid-19, la inmunidad natural, o de rebaño, no nos va a ayudar mucho. Mucha gente que ha superado la enfermedad muestra anticuerpos contra el SARS-CoV-2, pero ningún científico conocedor del asunto tiene claro cuánto duran, ni si la respuesta tiene el suficiente vigor para combatir al virus, ni si basta para impedir que el paciente recuperado contagie a otros. Hay todo un abanico de casos descritos con más colores que el arco iris, pero pocos números sistemáticos a los que agarrarnos. Los intentos iniciales de Boris Johnson, Donald Trump y Jair Bolsonaro de dejar fluir libremente al virus y confiar en que la inmunidad natural hiciera el resto fueron descartados in extremis después de que sus propios asesores epidemiológicos les ensañaran los millones de muertos que esa estrategia causaría en sus países. Ni el gobernante más torticero se atrevería a echarse ese tanatorio sobre sus hombros.

Pero no todo son malas noticias. Los científicos están cada vez más convencidos de que tendremos vacunas seguras y eficaces. Puede haber alguna imperfecta que llegue en unos meses, pero las buenas, las diseñadas con más conocimiento, las que inducirán una respuesta robusta que verdaderamente “esterilice” al virus y le impida propagarse, no llegarán hasta la segunda mitad del año que viene, si somos optimistas. Los políticos tienen un montón de trabajo que hacer hasta entonces.

Javier Sampedro

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