Inocentes y balillas

Por José Jiménez Lozano, escritor. Premio Cervantes 2002 (ABC, 14/01/06):

PARECE que, un día, la Reina Católica doña Isabel se encontró al Príncipe don Juan y a sus amigos jugando a inquisidores y judíos, y que el muchacho recibió una buena tunda de azotes. Y, seguramente, muchas gentes recuerdan todavía la otrora famosa película Juegos prohibidos, que venía a contar lo mismo -la imitación de la vida de su entorno por parte de los niños-, aunque ya no recuerdo si el jueguecito llevaba consigo también su sanción, pero me parece que las cosas iban por la advertidora mostración de que, en efecto, los niños representan en sus juegos, más o menos estilizada, la realidad en que viven, sospechan o imaginan. Y no de hace siglos ni en el cine, sino de la realidad diaria se nos cuenta que unos mocitos queman a un mendigo o propinan una paliza a otro chico de su edad, y últimamente, se nos informa también de que recogen en video sus hazañas, o, lo que es lo mismo, que han entendido perfectamente lo que es un espectáculo y divertimento de los llamados reality show. La única pregunta sería si ha brotado esto de sus entendederas en vista de la realidad que les circunda y del museo de los horrores que ven y escuchan en las pantallas de cualquier clase, o si cosas así pertenecen ya al inocente imaginario adolescente. Pero ya ni se nos ocurre que pueda haber algo tan horrible como un castigo lo suficientemente disuasorio para que el juego no se repita; porque lo más probable es que todo quedará en la pedagogía penal de Pancho Villa, que decía que el chango que mate a otro chango no hace bien, y éstas son cosas que se hacen, siendo jóvenes e inocentes.

La costumbre, en estos casos de delitos ya no juveniles sino de adolescentes, y quizás mañana de puros infantes, es que se nos llene la cabeza de psicologismos y sociologismos, civismos y pedagogismos.Y ni se nos ocurre ya la antigualla de mirarnos al espejo y atender a la realidad de nuestra naturaleza humana, aunque sólo sea echando un vistazo a la célebre página sobre el robo de las peras de las Confesiones de San Agustín, que nos dice que, cuando somos niños, no es que seamos inocentes sino impotentes para hacer el mal, y que por eso, él y sus amigos, no robaron peras para comérselas, porque las tenían en sus casas mucho mejores, sino para estropearlas y hacer daño. Pero también sabemos que el señor Rousseau dijo exactamente lo contrario y afirmó nuestra bondad natural que luego pervierte siempre la maldad social, por lo que él, quizás en prevención de todo esto, ingresó a su prole en un hospicio para dedicarse sin molestias a la especulación idealista. Y seguro que sin mirarse a un espejo, porque entonces le hubiera ocurrido lo que al señor conde De Maistre, que decía que él no sabía cómo era la conciencia de un criminal, pero sí la suya, y le daba horror. O, con un poco de humor, se hubiera encontrado con un rostro algo raro de monofisita, como Newman.

Pero no será preciso insistir mucho en que este tiempo nuestro es el del russonianismo más extremado, y, a la vez, el de una delincuencia juvenil y adolescente más extrema, aunque también lo es del sacrificio de los niños como portadores de bombas. Cada día se parece más este tiempo nuestro, en esta como carrera hacia la anomia total, a los tiempos de la guillotina en los que había calles de París encostradas de sangre que ya no pasaba por los sumideros, pero los papás y las mamás, ciudadanos y ciudadanas, alzaban con los ojos llenos de lágrimas a sus retoños para que vieran pasar la carreta de los que a la guillotina iban por un trágico destino, su culpable desgracia de no ser republicanos. Y, en los teatros, las representaciones eran todas ellas bucólicas y pastoriles o de tiernos amores y alegrías hogareñas. Y ahora mismo sería un horror traumático contar a los niños la escena evangélica de la matanza de los Inocentes en Belén, que es la primera lección acerca de los entresijos de la maquinaría política y su funcionamiento que recibíamos en otro tiempo; se prefiere que los angelitos consuman grandes dosis diarias del puré de cadaverina que produce la historia, pero que es política ya convenientemente homologada y pedagógica.

En realidad, todo debe estar homologado, a comenzar por los juguetes y los cuentos infantiles, que ya no están pensados para el placer, sino para la pedagogía; esto es, que el juego ya no será gratuito y porque sí, el ámbito de la pura libertad y alegría, sino realidad orientada. Es decir, que todo va dirigido en el sentido de una educación para balillas y pioneros o retoños de la revolución, porque ahora tampoco a los niños se les ahorra la asignatura transversal de la ideología y la salvación por la política que ahora atraviesa la vida humana, comiéndose las almas y no solo la fina punta de ellas, sino hasta su cogollo y última morada.

Un día hubo en una emisión televisiva, que creí que era para niños, que ya casi es lo único que puede verse a cierta edad sin quedar estupidizado, en la que el docente que dirigía aquello preguntaba a niños de ocho o nueve años sobre el coronel Tejero, el golpe de Estado, y cosas por el estilo, se supone que para una educación total, aunque los niños, con sus contestaciones, pusieron enseguida en evidencia el jueguecito. Una niña dijo que tejero es el que hace tejas, y un golpe de estado es un golpe dado con el puño cerrado sobre la mesa. Pero ¡con qué superior condescendencia olímpica miraba el conductor de esa emisión la inocencia de aquellos niños!

Si algo hay claro, en efecto, es que sólo en los totalitarismos es movilizado para la política a todo semoviente, pero, sobre todo, a los niños. Se les da un buen lavado de cerebro, y luego una sobrealimentación ideológica y sentimental, quedan así encantadoramente homologados e inocentes, y listos para las ofrendas florales a los dirigentes y otros cultos cívicos, en la ortodoxia del Estado como fuente del Derecho y la moral, pero también de todo pensamiento correcto. La realidad ya no es la realidad, sino lo que el Estado dice que es la realidad, y una realidad roussoniana e inocente.

La historia de los niños, como la de las mujeres, ha sido atroz -y todavía lo sigue siendo bajo tan repugnante gramática como violencia doméstica y violencia de género- pero, si los niños también van a ser incorporados a ese tipo de inocente adultez, es que estamos alimentando una raza de superhombres para vivir en la anomia más perfecta, y con el manejo de la tecnología para el placer de la muerte. Pronto jugarán a la eutanasia ajena y a todos los otros deliciosos horrores del gabinete del Marqués de Sade.

Nuestra voluntad de dominio e instrumentación sobre seres tan frágiles queda disfrazada en nuestro halago sistemático de la inocencia para su ideologización y politización desde los más tiernos años, y su conversión en balillas o pioneros de cualquier cosa. Ahora ellos quieren ser héroes, y reproducen el reality show de sus mayores.