En el ámbito de la política fiscal, dos cosas han cambiado en los últimos años en todo el mundo. La primera es que las sostenidas bajas tasas de interés real han permitido que los gobiernos incurran en mayores déficits y endeudamiento. La segunda es que la pandemia del coronavirus ha hecho que sea imperativo emplear este espacio fiscal más amplio para proporcionar ayuda financiera a las familias y las empresas, como también para estimular la recuperación económica.
Las economías avanzadas están gastando lo que sea necesario para mantener sus economías a flote. En Estados Unidos, los escépticos sostienen que el paquete de US$ 1,9 billones del presidente Joe Biden es demasiado cuantioso, pero nadie teme que los inversionistas puedan negarse a adquirir la deuda resultante o exigir una prima de riesgo. La situación es distinta en las economías emergentes, que están menos endeudadas que los países ricos, pero que tienen tasas de interés más altas e ingresos fiscales menores y más volátiles.
Entre los emergentes, Brasil parece estar decidido a poner a prueba los límites de la deuda. La buena noticia es que este país ha respondido de manera vigorosa ante la pandemia. Sus medidas fiscales discrecionales por un total del 8,3% del PIB –mayores que las de la mayoría de las economías emergentes e incluso que las de muchas economías avanzadas– han ayudado a los hogares pobres y han contenido la recesión gatillada por la pandemia, con una baja en el producto de "solo" el 4,1% en 2020.
La mala noticia es que los mercados están inquietos por la deuda brasileña, la que, al empinarse por sobre el 90% de su PIB, es la más alta del mundo emergente (a excepción de algunos estados isleños diminutos) después de las de Egipto y Angola, y supera hasta a la de Argentina. La deuda de Brasil es alta incluso cuando se la compara con las de las economías avanzadas, y resulta mayor que la del Reino Unido y la del promedio de la Unión Europea como proporción del PIB.
El costo de la deuda de Brasil todavía es bajo (aunque va en aumento) en cuanto a los bonos de corto plazo, pero se eleva notablemente a medida que el gobierno trata de conseguir préstamos de plazos más largos (y más seguros). Los temores en torno a la deuda también explican la persistente debilidad del real brasileño, que apenas subió cuando lo hicieron la mayor parte de las monedas de los mercados emergentes a principios del año en curso, y que volvió a depreciarse recientemente. La debilidad del tipo de cambio ha estado impulsando la inflación, lo que ha obligado al Banco Central de Brasil a incrementar drásticamente las tasas de interés durante el mes de marzo, y a advertir que se aproximan incrementos adicionales.
Brasil ya pasaba por una difícil situación económica y fiscal con anterioridad a la pandemia. Cinco años antes el país había experimentado la peor contracción económica de su historia. El crecimiento disminuyó de manera significativa en 2014, y se volvió considerablemente negativo en 2015-16. El déficit fiscal total de Brasil se elevó al 10% del PIB en 2015, y todavía se encontraba en el 6% en 2019.
En los últimos gobiernos se aprobaron dos reformas encaminadas a limitar el déficit y reducir la acumulación de deuda. La primera fue una regla fiscal impulsada por la administración del presidente Michel Temer, que limitó al nivel de 2016 el gasto federal (ajustado según la inflación) por 20 años. A continuación, a principios de la presidencia de Jair Bolsonaro, se aprobó una reforma previsional que aumentó la edad de la jubilación (el costo de las pensiones es extremadamente alto en Brasil, alcanzando el 44% del presupuesto federal). Pero luego llegó el virus, y el déficit fiscal volvió a dispararse.
En una perspectiva de largo plazo, no todas las noticias son malas. Si bien las tasas de interés están subiendo otra vez, han experimentado un fuerte recorte en las últimas dos décadas: la tasa de política del banco central bajó desde el 26% en 2003 a tan solo 2% a principios de 2021. Asimismo, el gobierno emitió gran cantidad de deuda de corto plazo durante 2020, pero el plazo de vencimiento promedio de la deuda continúa siendo más largo de lo que fue durante gran parte de la última década.
Aún así, los pesimistas tienen mucho de qué preocuparse. No es difícil imaginar escenarios en los que la deuda alcanza el 125% del PIB o más para 2025. Estas proyecciones dependen de lo que uno suponga respecto del crecimiento y las tasas de interés, por lo tanto es preciso tomarlas con mucha cautela. Pero pase lo que pase, la deuda como proporción del producto no puede elevarse año tras año y para siempre. Una enmienda constitucional aprobada hace poco tiempo ayudará a frenar la acumulación de deuda (y asegurará, por lo menos en lo formal, que no se quebrante el tope de la deuda fijado por ley), pero este cambio por sí solo no será suficiente.
Otro motivo de inquietud es el riesgo de refinanciamiento. En los tres primeros trimestres de 2021 vence más de R$1 billón (US$173 mil millones) de deuda en bonos, que el Tesoro Brasileño tendrá que renovar. Es improbable que se produzca un pánico extremo en que los inversionistas se nieguen a adquirir la nueva deuda, pero –especialmente si las tasas de interés del mercado en Estados Unidos siguen subiendo– es posible que los inversionistas exijan una rentabilidad mucho más alta o que estén dispuestos a adquirir solamente deuda con plazos cada vez más cortos. Cualquiera de estos escenarios exacerbaría las vulnerabilidades existentes. Brasil ya se ha encontrado antes en esta situación.
Este no es un desenlace inevitable. Ayuda el hecho de que la mayor parte de la deuda pública esté denominada en moneda local, y que sus tenedores sean primordialmente nacionales. La experiencia internacional indica que los países con grandes deudas en moneda local están menos expuestos al riesgo de refinanciamiento. Esto se debe, obviamente, a que el banco central siempre puede actuar como prestamista de última instancia para las autoridades fiscales.
¿Cómo puede resolver Brasil el dilema de su deuda? Puesto que muchos gastos fiscales se elevan automáticamente junto con la tasa de inflación, y que gran parte de la deuda está indexada, ya sea a los precios al consumidor o las tasas de interés de corto plazo, reducir la deuda por la vía de la inflación no resulta factible. Incumplir la deuda o reestructurarla sería tóxico, no solo porque el sistema financiero posee más de R$1,4 billones (o el 20% del PIB) en títulos del Estado. Una gran rebaja en la deuda pública podría causar estragos en los balances generales de los bancos, fondos de pensiones y compañías de seguro, y consumir de la noche a la mañana el capital del sistema financiero.
Brasil ilustra la realidad de que, pese a las bajas tasas de interés a nivel mundial, sí existen límites al endeudamiento y a los déficits en el mundo postpandemia. La carga impositiva de Brasil, de más de un tercio del PIB, ya es alta para una economía emergente, por lo cual es improbable que los crecientes riesgos fiscales se eliminen tan solo mediante una mayor tributación. Y los recortes en los gastos fiscales enfrentan dificultades obvias, especialmente en vista de la fragmentación política del país y la profunda desigualdad de ingresos.
Sea cual sea la vía por la que opte Brasil, la inacción es el mayor peligro. Los pobres y la clase media del país fueron las víctimas de las crisis fiscales anteriores. Es preciso evitarles una nueva crisis.
Andrés Velasco, a former presidential candidate and finance minister of Chile, is Dean of the School of Public Policy at the London School of Economics and Political Science. He is the author of numerous books and papers on international economics and development, and has served on the faculty at Harvard, Columbia, and New York Universities. Frank Muci is a policy fellow at the Harvard University and London School of Economics and Political Science Growth Lab. Traducción de Ana María Velasco.