Insatisfechos

Por Javier Zarzalejos (EL CORREO DIGIYAL, 24/09/06):

Según el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), casi la mitad de los catalanes se muestran insatisfechos con el nuevo Estatuto de Autonomía ya que consideran que éste «ha quedado muy recortado y no satisface las aspiraciones de Cataluña». La misma encuesta, realizada después del referéndum celebrado en el pasado mes de junio, revela que son más los que creen que el nuevo Estatuto no solucionará los problemas de financiación autonómica que aquéllos que piensan que la nueva norma sí permitirá resolverlos.

Ya sabemos que no hay que convertir estos datos en una medida de valor absoluto cuando, por ejemplo, el 66% de los encuestados afirman haber votado en el referéndum que en realidad sólo contó con la participación de 49% del electorado. Pero por más que deban relativizarse, estos porcentajes reflejan un clima de opinión de inquietante resaca que contrasta bruscamente con la extendida indiferencia que, según todas las encuestas, dominaba en la sociedad catalana, cuando se puso en marcha el proceso estatutario. Una indiferencia producto, en buena medida, de la razonable satisfacción con el marco autonómico que, en todo caso, indicaba bien a las claras que la reforma estatutaria no estaba en la agenda de los ciudadanos.

No lo estaban ni la reforma del Estatuto catalán, ni la de tantos otros que la están siguiendo, arrastrados por la dinámica que han desencadenado los irreflexivos partidarios de abrir un melón muy particular como es la estructura territorial del Estado para someterla a una renegociación condicionada por mayorías de gobierno coyunturales, con el presunto e imposible objetivo de intentar que los nacionalistas, por enésima vez, se sientan cómodos. Si en menos de dos años la sociedad catalana ha pasado de esta indiferencia a mostrarse insatisfecha casi por mitad con el nuevo Estatuto, no sólo habría que constatar lo ruinoso de esta operación para la estabilidad institucional de Cataluña y del conjunto del modelo autonómico sino que es preciso ensayar alguna explicación. Una primera debe empezar por reconocer que estamos ante un rotundo éxito de la elite política catalana radicada en el espacio que comparten sin fronteras socialistas y nacionalistas. A fuerza de insistir, unos y otros han conseguido imponer sus prioridades a las que declaraban los ciudadanos. Les ha costado pero, al final, la necesidad de no quedarse atrás en la puja catalanista y las oportunidades negociadoras que el propio Gobierno central anunciaba han prevalecido sobre posiciones iniciales contrarias a la reforma -CiU, por ejemplo- salvo en el caso del Partido Popular, que se ha mantenido en su oposición a que el ya derogado Estatuto de Sau fuera sustituido por un nuevo texto con un mediocre refrendo.

Pero, tal vez, la insatisfacción que detecta el CIS responda a un estado de frustración de expectativas más ambiciosas, alimentadas de manera imprudente o simplemente manipuladora a cuenta del cambio político en la Generalitat y en el Gobierno de la nación. Quizás aquella indiferencia que mostraba la sociedad catalana cuando se alumbraban los proyectos de cambio de Estatuto se transforma ahora en insatisfacción porque es ahora cuando reaparece la sensación de que los problemas reales o supuestos que han concentrado la reivindicación catalanista no se resuelven con el Estatuto. El Estatuto no resuelve por sí mismo la financiación, ni asegura el peso industrial y corporativo de las empresas catalanas, ni el papel de Cataluña como centro de decisión en su competencia con otras comunidades autónomas. Es más, el nuevo Estatuto no sólo no resuelve estos problemas sino que complica extraordinariamente su gestión en el marco general de la política española tanto por el contenido de la norma -intervencionista, radical y conflictivo- como por haber desatado una confrontación de agravios con otras comunidades autónomas. Frente a éstas, el nacionalismo catalán de todas las denominaciones sigue incurriendo en un grave error de cálculo al intentar convertir el hecho diferencial catalán en un derecho adquirido a la primacía.

De aquel tripartito presidido por Pasqual Maragall que Rodríguez Zapatero saludó desde el balcón de la Generalitat en la plaza de San Jaume muchos en Cataluña creyeron poder esperar casi todo. Aquella coalición con Carod que resolvía la necesidad práctica de mayoría parlamentaria se presentaba bajo el ropaje tranquilizador de una pretendida experiencia progresista. Aquel presidente del Gobierno que antes de serlo, en campaña electoral, había prometido hacer suyo lo que saliera del Parlamento catalán dejaba en evidencia cómo, a falta de otro discurso de oposición, la izquierda se dejaba fagocitar de nuevo por el nacionalismo.

En ese variado surtido institucional, político y económico que muchos catalanes podían esperar de tan prometedor escenario, el nuevo Estatuto era un componente más; importante, sin duda, destinado, sí, a suministrar la coartada identitaria para el gran salto adelante que se le anunciaba a Cataluña pero tributario de la consecución de objetivos en otros campos. De este modo, en vez de constituir un objeto de reverencia, este Estatuto sólo, a palo seco, produce el efecto inesperado de actuar como recordatorio de lo que falta en el decorado de la nueva Cataluña prometida. Además, el coste ha sido mucho más alto de lo previsto. El nuevo Estatuto ha sido objeto de una exhaustiva y razonada descalificación por juristas cuya autoridad científica no admite duda. Está en el Tribunal Constitucional en sendos recursos promovidos por el PP y el Defensor del Pueblo. El referéndum para su ratificación cumplió el trámite pero con una modesta participación que desmentía la comezón nacional que parecía no dejar dormir a los catalanes hasta que vieran reconocidos sus derechos por supuesto históricos.

De la mano del tripartito y del alumbramiento estatutario, el nacionalismo obligatorio se ha hecho presente, también con violencia y coacción, en una sociedad que, aunque no lo reconozca, ha visto agrietarse la tersa imagen que tenía de sí misma. El sectarismo del Pacto del Tinell, la ausente gestión de un Gobierno autonómico instalado en la extravagancia, la corrupción pactada, la intolerancia como fruto envenenado de la exclusión de todo aquel que no acepte el sometimiento cultural, político y simbólico al nacionalismo, y una proyección impopular y conflictiva de Cataluña son también consecuencias que no pueden desdeñarse a la hora de hacer un balance que precisamente por ser sólo provisional resulta más preocupante.

Escuchar cómo ahora los socialistas abominan del tripartito y preguntan desafiantes quién se acuerda ya de Carod puede parecer chocante. Pero si alguien esboza un gesto de perplejidad -de crítica ni hablamos-, tendrá que vérselas con el candidato y ex ministro José Montilla, quien aclara que el tripartito ya no será necesario porque ya no gobierna el Partido Popular. La explicación merece ser elogiada por sincera y clara. No siempre lo que se sospecha llega a manifestarse con tanta claridad como esta justificación retrospectiva del tripartito a cargo de Montilla. Deja en mal lugar, eso sí, a los que creían que aquello iba de Cataluña, de una nueva concepción de España, de la integración de los independentistas, del pluralismo y toda esa aterciopelada retórica con la que se han venido encubriendo objetivos tan prosaicos como los reconocidos por Montilla.

Como el Partido Popular no gobierna, el tripartito ya no tiene razón de ser en Cataluña. De acuerdo, pero habría que pedir que los socialistas se paren ahí. Es decir, que aunque ya no gobierna el Partido Popular, lo que sí sigue siendo necesario es contar con una política antiterrorista consensuada, una política sobre inmigración, una política exterior, una política energética y un Estado capaz de asegurar sus responsabilidades de cohesión e igualdad entre sus ciudadanos.